domingo, 19 de mayo de 2013

TATENOKAI - LA SOCIEDAD DEL ESCUDO.



La Sociedad del Escudo que he formado está compuesta por menos de cien miembros, no dispone de armas y es el ejército más pequeño del mundo. A pesar de acoger a nuevos miembros todos los años, he decidido no superar los cien afiliados, pues no deseo mandar a más de cien hombres.
No se les paga nada. Sólo se les proporciona un uniforme estival y otro invernal, birretes, botas y un uniforme de combate. Este último es extraordinariamente vistoso y fue diseñado por Tsukumo Iragashi, el único estilista japonés que creó uniformes para De Gaulle. La bandera de nuestra Sociedad es simple: un blasón rojo sobre seda blanca. Yo diseñé personalmente nuestro emblema, que consiste en un círculo que encierra dos antiguos yelmos japoneses. El mismo dibujo aparece en los birretes y en los botones. Para ser miembro de la sociedad de los Escudos es conveniente ser estudiante universitario. Ello obedece a una razón bastante obvia: se es joven y se dispone de tiempo. Quien trabaja no puede concederse arbitrariamente largos periodos de vacaciones. Para ser admitido en la Sociedad se requiere además cumplir un mes de ejercicios militares en un regimiento de infantería del Ejército de Defensa y luego aprobar un examen.
Una vez convertido en miembro de la sociedad, se participa en una asamblea mensual donde se consagra a alguna actividad encomendada a grupos de diez; al año siguiente se pasa un nuevo periodo de adiestramiento en el Ejército de Defensa. Actualmente, los miembros de la Sociedad se están ejercitando para la marcha que se llevará a cabo sobre la terraza del Teatro Nacional el 3 de noviembre. La Sociedad del Escudo es un ejército preparado para intervenir en cualquier momento. Es imposible prever cuándo entrará en acción. Tal vez nunca. O tal vez mañana mismo. Hasta ese momento, la Sociedad del Escudo no cumplirá ningún otro cometido. Ni siquiera participará en las demostraciones públicas. No distribuirá octavillas. No lanzará cócteles molotov. No arrojará piedras. No hará manifestaciones contra nada ni nadie. No organizará comicios. Sólo participará en el encuentro decisivo. Este es el ejército espiritual más pequeño del mundo, compuesto por jóvenes que no poseen armas sino músculos bien templados. La gente nos insulta llamándonos “soldaditos de plomo”. Como comandante de los cien hombres, cuando me toca pasar un mes junto a los miembros del Ejército de Defensa me levanto como todos al toque de diana de las seis de la mañana, o a veces a las tres, cuando hay una convocatoria de emergencia, y corro con ellos cinco kilómetros… (Yo, habitualmente, no me despierto antes de la una de la tarde).
En efecto, en la vida civil me dedico a la redacción de largas, larguísimas novelas, que me parecen interminables. Durante la noche selecciono las palabras una a una, sopesándolas igual que haría un farmacéutico con sus drogas sobre una balanza sumamente sensible, para después unirlas. Logro conciliar el sueño cuando ya ha llegado la mañana.
Sé que debo mantener un equilibrio constante entre mi actividad en la Sociedad de los Escudos y la calidad de mi trabajo literario. Si este equilibrio se quebrara, la Sociedad del Escudo degeneraría hasta convertirse en la distracción de un artista, o bien yo terminaría por transformarme en un político. Cuanto más comprendo las sutiles funciones de las palabras, con mayor claridad veo que frente a la realidad, el artista es absolutamente irresponsable, como un gato. En mi calidad de artista, no me sentiría responsable ni siquiera aunque el mundo se derritiese como un helado. Pues he sido yo, en efecto, el que le dio el gusto que deseaba a ese helado… En cambio, asumo toda la responsabilidad en lo que respecta a la Sociedad del Escudo. Es una obligación que me he impuesto libremente. Y es imposible que yo pueda sobrevivir a todos sus miembros.
Después de haber fundado esta pequeña agrupación, comprendí que la ética de un movimiento, cualquiera que ésta sea, se halla condicionada por el dinero. Jamás he aceptado de nadie ni un solo céntimo para nuestro grupo. Los fondos de que disponemos provienen en su totalidad de mis derechos de autor. Esta es la razón económica por la que no puedo permitir que los miembros sean más de cien.
En mayo de este año fui invitado a una reunión de estudiantes de la izquierda más radical, con los que me enzarcé en un emocionante debate. Cuando transcribí tal encuentro en un libro, la edición se convirtió en un best-seller. Decidí, de acuerdo con los estudiantes, repartir a partes iguales los derechos de autor. Probablemente con ese dinero habrán comprado cascos y fabricado cócteles molotov; yo, por mi parte, compré los uniformes estivales para la Sociedad del Escudo. Todos me dicen que no hice un mal negocio.
La hipocresía del Japón de posguerra me provoca náuseas. No creo que el pacifismo sea una hipocresía en sí mismo, pero estoy convencido de que, a causa del abuso que han hecho los exponentes de la izquierda y la derecha, de nuestra pacífica Constitución, usada como un pretexto político, no existe en el mundo un país donde el pacifismo se haya convertido tan perfectamente en sinónimo de hipocresía como en Japón. En este país, la condición de vida más respetada y segura es la de los pacifistas, que reniegan de la violencia y asumen posiciones parecidas a las de los partidos de izquierda. Es cierto que en ello no habría nada de censurable. Pero cuanto más crece el conformismo de los intelectuales, más me pregunto si un intelectual no tiene el deber de someter a crítica este conformismo y de elegir una existencia más aventurada. Y, por si esto fuera poco, hoy se difunde estúpidamente, entre otras cosas, el denominado “socialismo de salón” de la élite intelectual, cuya influencia social es notoria. Las madres gritan que no es lícito poner armas de juguete en las manos de sus niños, y que la obligación de colocarse en fila y de ser reconocidos por un número en la escuela son reminiscencias del militarismo, y por ello ahora los escolares se reúnen en ocioso desorden, como parlamentarios.
Alguien objetará: “¿Pero por qué tú, que eres un intelectual, no te limitas a realizar una actividad verbal?” Como hombre de letras, sé demasiado bien que en Japón todas las palabras han perdido su peso y se han convertido en elementos falsos y sin trascendencia, como ese plástico que imita al mármol. Además, se las utiliza de modo que un concepto oculta otro, pues así, quien las escribe, se procura una coartada para abrirse cualquier posibilidad de fuga. En cada palabra se ha infiltrado la falsedad, como el vinagre en las verduras. En mi condición de hombre de letras, creo que nada más que en las palabras perfectamente falsas de las obras literarias; como ya indiqué, estoy convencido de que la literatura es un mundo absolutamente alejado de la lucha y de la responsabilidad. Y éste es el motivo que me induce a amar, de la literatura japonesa, sobre todo la tradición del refinamiento. Si todas las palabras que se refieren a la acción se han corrompido, es necesario, para resucitar la otra tradición de Japón, es decir, el mundo de los guerreros y los samuráis, actuar en silencio, sin la ayuda de las palabras y corriendo el riesgo de que se produzca alguna confusión. En mi ánimo anidaba desde hacía tiempo la convicción de que, como consideraban los samuráis, justificarse a sí mismo es un acto de bajeza.
Impulsado por una fuerza interior, comencé a dedicarme al kendo. Lo practico desde hace trece años. Este arte, modelado sobre el de los antiguos guerreros, consiste en el dominio de una espada de bambú y no requiere palabras; gracias a él, he sentido renacer en mí el antiguo espíritu de los samuráis. La prosperidad económica ha transformado a los japoneses en comerciantes y el espíritu de los samuráis se ha extinguido por completo. Ahora se considera anticuado arriesgar la vida para defender un ideal. Los ideales se han convertido en una especie de amuletos adecuados únicamente para proteger la vida de los peligros que la acechan.
Sólo cuando los estudiantes, erróneamente considerados los tranquilos continuadores de la obra de los Maestros, se enfrentaron a los intelectuales con una violencia aterradora, éstos se dieron cuenta (aunque ya era tarde) de que para defender las propias ideas es necesario estar dispuesto a sacrificar la vida.
Los actuales desórdenes estudiantiles recuerdan el periodo en que los sofistas, los antagonistas de Sócrates, aislaron a los jóvenes en el ágora y éstos se rebelaron. Pero yo creo que la vida de los jóvenes –y no sólo de los jóvenes sino de todos los intelectuales debe transcurrir entre el gimnasio y el ágora. Defender la propia opinión con opiniones representa una contradicción de método: yo soy de los que creen que una opinión debe defenderse con el cuerpo y las artes marciales. Mediante este razonamiento llegué espontáneamente a entender la noción que en la estrategia militar se conoce como “invasión indirecta”. Vista desde el exterior, ésta parece una lucha ideológica encubierta dirigida por una potencia extranjera, mientras que esencialmente es (al menos respecto a Japón) una batalla entre quien intenta violar la identidad nacional y quien se esfuerza por defenderla. Tal estrategia asume las formas más variadas y complejas, pues a veces provoca una lucha popular que adopta la máscara del nacionalismo y en otras se convierte en un combate de milicias irregulares contra un ejército regular.
Sin embargo, se puede afirmar que en Japón la modernización del siglo XIX echó por tierra el concepto de milicias irregulares y que fue así como el ejército regular asumió una importancia exclusiva. En la actualidad, una tradición similar se ha extendido incluso al Ejército de Defensa. A partir del siglo XIX Japón dejó de tener una milicia popular, a tal punto que en la Segunda Guerra Mundial el Parlamento aprobó una ley para enrolar voluntarios sólo dos meses antes de la derrota. Los japoneses consideramos que los ejércitos irregulares, que son las fuerzas adecuadas para las nuevas formas de guerra del siglo XX, deben emplear las simples estrategias del ejército convencional. Mi concepción de la milicia popular recibió siempre las críticas de todos aquellos con los que he conversado sobre el tema, que querían convencerme de que en Japón tal milicia no podría llevarse a la práctica. Les rebatía ese argumento afirmando que yo crearía una, sólo con mis fuerzas. Y éste fue el origen de las Sociedad del Escudo.
En la primavera de 1967, a los cuarenta y dos años, obtuve un permiso especial para participar durante dos meses en las maniobras del Ejército de Defensa, siendo admitido en una división de infantería como alumno oficial. Mis compañeros eran todos jóvenes de poco más de veinte años. Compartí hasta el límite de mis posibilidades su adiestramiento; corrí, marché y participé incluso en un entrenamiento para rangers. Fueron experiencias muy duras, pero logré superarlas. Se me ocurrió entonces que era imposible que jóvenes de veinte años no lograran realizar aquello que había sido capaz de hacer un hombre de cuarenta y dos. De mis experiencias deduje que, con un mes de prácticas, los jóvenes ignorantes de cualquier disciplina militar estarían en condiciones de conducir pequeños pelotones de hombres, y con la ayuda de expertos estudié y perfeccioné en seis meses un plan racional de ejercicios.
En la primavera de 1968 realicé mi primer experimento: me dirigí a un cuartel en las laderas del Fujiyama con una veintena de estudiantes y comencé el adiestramiento. Los militares nos recibieron con un evidente escepticismo. Pensaban que esos jóvenes, cuya educación de posguerra les había enseñado a evitar todo esfuerzo físico y a sustraerse a toda disciplina, no podrían sobrellevar un mes de severa vida militar.
Pero, para su sorpresa, esos jóvenes superaron la prueba comportándose como espléndidos jefes de pelotón durante simulaciones de combate en las que, después de una marcha de cuarenta y cinco kilómetros y una carrera de dos kilómetros, había que desarrollar diversas estrategias de ataque a una posición enemiga. Transcurrido ese mes nos separamos con gran pesar de los oficiales instructores y de los suboficiales, estrechándonos las manos con lágrimas en los ojos. En los años siguientes volví a llevar una vida de cuartel con los nuevos inscritos en la Sociedad, y adquirí el hábito, para mí insólito, de participar en sus ejercitaciones más difíciles. A continuación, en el otoño de 1968, bauticé a nuestro grupo con el nombre de Sociedad del Escudo. En Europa, un fenómeno semejante sería inconcebible. En Japón, como he dicho, aparte del Ejército de Defensa, no existen jóvenes civiles que hayan recibido adiestramiento militar, ni siquiera de un mes, a excepción de los inscritos de la Sociedad del Escudo. Por tanto, a pesar de ser sólo cien, la importancia militar de nuestro grupo es relativamente grande. En caso de necesidad, cada uno de ellos podría ponerse a la cabeza de cincuenta hombres y ocuparse de cumplir servicios auxiliares o de vigilancia, o de realizar incursiones o dedicarse a la información. Pero el objetivo fundamental de mi esfuerzo al crear esta asociación fue volver a encender la llama del espíritu de los guerreros, que en el Japón moderno se está extinguiendo.
Por último, deseo narrar un episodio que me parece adecuado para reflejar el carácter de nuestra Sociedad. Este verano fui huésped del cuartel que se halla emplazado en la ladera del monte Fujiyama en compañía de una treintena de estudiantes. El primer día nos dedicamos a cumplir un arduo entrenamiento bélico, bajo un cielo de fuego. Al regresar al cuartel cenamos y tomamos un baño, y después algunos estudiantes se reunieron en mi habitación. Sobre la llanura reverberaban relámpagos violáceos, se oían truenos lejanos y nos llegaba más cercano el canto de los grillos. Después de haber conversado sobre la dificultad de conducir un pelotón, un estudiante de Kioto extrajo una flauta travesera de un elegante estuche con forma de bolsa. Se trataba de un antiguo instrumento de Gagaku, la música de la corte; en la actualidad son muy escasas las personas que saben tocarlo. El estudiante confesó que había comenzado a estudiarlo alrededor de un año antes y que a menudo lo tocaba cuando llegaba el primero al lugar donde solía encontrarse con su novia, en un antiguo templo en los alrededores de Kioto, pues era la señal para que ella pudiese saber dónde estaba él. Vibraron las primeras notas de la flauta. Era una melodía antigua, melancólica y encantadora, una música que evocaba la imagen de un campo otoñal rociado de escarcha. Había sido compuesta en la época del Genji Monogatari, en el siglo XI, y había acompañado a la danza Olas del mar azul en la que se exhibió el protagonista de la obra, el Príncipe Esplendoroso.
Escuchando absorto el sonido de esa flauta, tuve la impresión de que el Japón de la posguerra jamás había existido, y que en esa música se hacía realidad (si bien por unos instantes) la feliz y perfecta armonía entre la elegancia y la tradición guerrera. Era exactamente eso lo que mi alma había buscado desde hacía muchos años.
Yukio Mishima