La Sociedad del Escudo que he formado está compuesta por
menos de cien miembros, no dispone de armas y es el ejército más pequeño del
mundo. A pesar de acoger a nuevos miembros todos los años, he decidido no
superar los cien afiliados, pues no deseo mandar a más de cien hombres.
No se les paga nada. Sólo se les proporciona un uniforme
estival y otro invernal, birretes, botas y un uniforme de combate. Este último
es extraordinariamente vistoso y fue diseñado por Tsukumo Iragashi, el único
estilista japonés que creó uniformes para De Gaulle. La bandera de nuestra
Sociedad es simple: un blasón rojo sobre seda blanca. Yo diseñé personalmente
nuestro emblema, que consiste en un círculo que encierra dos antiguos yelmos
japoneses. El mismo dibujo aparece en los birretes y en los botones. Para ser
miembro de la sociedad de los Escudos es conveniente ser estudiante
universitario. Ello obedece a una razón bastante obvia: se es joven y se
dispone de tiempo. Quien trabaja no puede concederse arbitrariamente largos
periodos de vacaciones. Para ser admitido en la Sociedad se requiere además
cumplir un mes de ejercicios militares en un regimiento de infantería del
Ejército de Defensa y luego aprobar un examen.
Una vez convertido en miembro de la sociedad, se participa en
una asamblea mensual donde se consagra a alguna actividad encomendada a grupos
de diez; al año siguiente se pasa un nuevo periodo de adiestramiento en el
Ejército de Defensa. Actualmente, los miembros de la Sociedad se están ejercitando
para la marcha que se llevará a cabo sobre la terraza del Teatro Nacional el 3
de noviembre. La Sociedad del Escudo es un ejército preparado para intervenir
en cualquier momento. Es imposible prever cuándo entrará en acción. Tal vez
nunca. O tal vez mañana mismo. Hasta ese momento, la Sociedad del Escudo no
cumplirá ningún otro cometido. Ni siquiera participará en las demostraciones
públicas. No distribuirá octavillas. No lanzará cócteles molotov. No arrojará
piedras. No hará manifestaciones contra nada ni nadie. No organizará comicios.
Sólo participará en el encuentro decisivo. Este es el ejército espiritual más
pequeño del mundo, compuesto por jóvenes que no poseen armas sino músculos bien
templados. La gente nos insulta llamándonos “soldaditos de plomo”. Como
comandante de los cien hombres, cuando me toca pasar un mes junto a los
miembros del Ejército de Defensa me levanto como todos al toque de diana de las
seis de la mañana, o a veces a las tres, cuando hay una convocatoria de emergencia,
y corro con ellos cinco kilómetros… (Yo, habitualmente, no me despierto antes
de la una de la tarde).
En efecto, en la vida civil me dedico a la redacción de
largas, larguísimas novelas, que me parecen interminables. Durante la noche
selecciono las palabras una a una, sopesándolas igual que haría un farmacéutico
con sus drogas sobre una balanza sumamente sensible, para después unirlas.
Logro conciliar el sueño cuando ya ha llegado la mañana.
Sé que debo mantener un equilibrio constante entre mi
actividad en la Sociedad de los Escudos y la calidad de mi trabajo literario.
Si este equilibrio se quebrara, la Sociedad del Escudo degeneraría hasta
convertirse en la distracción de un artista, o bien yo terminaría por
transformarme en un político. Cuanto más comprendo las sutiles funciones de las
palabras, con mayor claridad veo que frente a la realidad, el artista es
absolutamente irresponsable, como un gato. En mi calidad de artista, no me
sentiría responsable ni siquiera aunque el mundo se derritiese como un helado.
Pues he sido yo, en efecto, el que le dio el gusto que deseaba a ese helado… En
cambio, asumo toda la responsabilidad en lo que respecta a la Sociedad del
Escudo. Es una obligación que me he impuesto libremente. Y es imposible que yo
pueda sobrevivir a todos sus miembros.
Después de haber fundado esta pequeña agrupación, comprendí
que la ética de un movimiento, cualquiera que ésta sea, se halla condicionada
por el dinero. Jamás he aceptado de nadie ni un solo céntimo para nuestro
grupo. Los fondos de que disponemos provienen en su totalidad de mis derechos
de autor. Esta es la razón económica por la que no puedo permitir que los
miembros sean más de cien.
En mayo de este año fui invitado a una reunión de estudiantes
de la izquierda más radical, con los que me enzarcé en un emocionante debate.
Cuando transcribí tal encuentro en un libro, la edición se convirtió en un
best-seller. Decidí, de acuerdo con los estudiantes, repartir a partes iguales
los derechos de autor. Probablemente con ese dinero habrán comprado cascos y
fabricado cócteles molotov; yo, por mi parte, compré los uniformes estivales
para la Sociedad del Escudo. Todos me dicen que no hice un mal negocio.
La hipocresía del Japón de posguerra me provoca náuseas. No
creo que el pacifismo sea una hipocresía en sí mismo, pero estoy convencido de
que, a causa del abuso que han hecho los exponentes de la izquierda y la
derecha, de nuestra pacífica Constitución, usada como un pretexto político, no
existe en el mundo un país donde el pacifismo se haya convertido tan
perfectamente en sinónimo de hipocresía como en Japón. En este país, la
condición de vida más respetada y segura es la de los pacifistas, que reniegan
de la violencia y asumen posiciones parecidas a las de los partidos de izquierda.
Es cierto que en ello no habría nada de censurable. Pero cuanto más crece el
conformismo de los intelectuales, más me pregunto si un intelectual no tiene el
deber de someter a crítica este conformismo y de elegir una existencia más
aventurada. Y, por si esto fuera poco, hoy se difunde estúpidamente, entre
otras cosas, el denominado “socialismo de salón” de la élite intelectual, cuya
influencia social es notoria. Las madres gritan que no es lícito poner armas de
juguete en las manos de sus niños, y que la obligación de colocarse en fila y
de ser reconocidos por un número en la escuela son reminiscencias del
militarismo, y por ello ahora los escolares se reúnen en ocioso desorden, como
parlamentarios.
Alguien objetará: “¿Pero por qué tú, que eres un intelectual,
no te limitas a realizar una actividad verbal?” Como hombre de letras, sé
demasiado bien que en Japón todas las palabras han perdido su peso y se han
convertido en elementos falsos y sin trascendencia, como ese plástico que imita
al mármol. Además, se las utiliza de modo que un concepto oculta otro, pues
así, quien las escribe, se procura una coartada para abrirse cualquier
posibilidad de fuga. En cada palabra se ha infiltrado la falsedad, como el
vinagre en las verduras. En mi condición de hombre de letras, creo que nada más
que en las palabras perfectamente falsas de las obras literarias; como ya
indiqué, estoy convencido de que la literatura es un mundo absolutamente
alejado de la lucha y de la responsabilidad. Y éste es el motivo que me induce
a amar, de la literatura japonesa, sobre todo la tradición del refinamiento. Si
todas las palabras que se refieren a la acción se han corrompido, es necesario,
para resucitar la otra tradición de Japón, es decir, el mundo de los guerreros
y los samuráis, actuar en silencio, sin la ayuda de las palabras y corriendo el
riesgo de que se produzca alguna confusión. En mi ánimo anidaba desde hacía
tiempo la convicción de que, como consideraban los samuráis, justificarse a sí
mismo es un acto de bajeza.
Impulsado por una fuerza interior, comencé a dedicarme al
kendo. Lo practico desde hace trece años. Este arte, modelado sobre el de los
antiguos guerreros, consiste en el dominio de una espada de bambú y no requiere
palabras; gracias a él, he sentido renacer en mí el antiguo espíritu de los
samuráis. La prosperidad económica ha transformado a los japoneses en
comerciantes y el espíritu de los samuráis se ha extinguido por completo. Ahora
se considera anticuado arriesgar la vida para defender un ideal. Los ideales se
han convertido en una especie de amuletos adecuados únicamente para proteger la
vida de los peligros que la acechan.
Sólo cuando los estudiantes, erróneamente considerados los
tranquilos continuadores de la obra de los Maestros, se enfrentaron a los
intelectuales con una violencia aterradora, éstos se dieron cuenta (aunque ya
era tarde) de que para defender las propias ideas es necesario estar dispuesto
a sacrificar la vida.
Los actuales desórdenes estudiantiles recuerdan el periodo en
que los sofistas, los antagonistas de Sócrates, aislaron a los jóvenes en el
ágora y éstos se rebelaron. Pero yo creo que la vida de los jóvenes –y no sólo
de los jóvenes sino de todos los intelectuales debe transcurrir entre el
gimnasio y el ágora. Defender la propia opinión con opiniones representa una
contradicción de método: yo soy de los que creen que una opinión debe
defenderse con el cuerpo y las artes marciales. Mediante este razonamiento
llegué espontáneamente a entender la noción que en la estrategia militar se
conoce como “invasión indirecta”. Vista desde el exterior, ésta parece una
lucha ideológica encubierta dirigida por una potencia extranjera, mientras que
esencialmente es (al menos respecto a Japón) una batalla entre quien intenta
violar la identidad nacional y quien se esfuerza por defenderla. Tal estrategia
asume las formas más variadas y complejas, pues a veces provoca una lucha
popular que adopta la máscara del nacionalismo y en otras se convierte en un
combate de milicias irregulares contra un ejército regular.
Sin embargo, se puede afirmar que en Japón la modernización
del siglo XIX echó por tierra el concepto de milicias irregulares y que fue así
como el ejército regular asumió una importancia exclusiva. En la actualidad,
una tradición similar se ha extendido incluso al Ejército de Defensa. A partir
del siglo XIX Japón dejó de tener una milicia popular, a tal punto que en la
Segunda Guerra Mundial el Parlamento aprobó una ley para enrolar voluntarios
sólo dos meses antes de la derrota. Los japoneses consideramos que los
ejércitos irregulares, que son las fuerzas adecuadas para las nuevas formas de
guerra del siglo XX, deben emplear las simples estrategias del ejército
convencional. Mi concepción de la milicia popular recibió siempre las críticas
de todos aquellos con los que he conversado sobre el tema, que querían
convencerme de que en Japón tal milicia no podría llevarse a la práctica. Les
rebatía ese argumento afirmando que yo crearía una, sólo con mis fuerzas. Y
éste fue el origen de las Sociedad del Escudo.
En la primavera de 1967, a los cuarenta y dos años, obtuve un
permiso especial para participar durante dos meses en las maniobras del
Ejército de Defensa, siendo admitido en una división de infantería como alumno
oficial. Mis compañeros eran todos jóvenes de poco más de veinte años. Compartí
hasta el límite de mis posibilidades su adiestramiento; corrí, marché y
participé incluso en un entrenamiento para rangers. Fueron experiencias muy
duras, pero logré superarlas. Se me ocurrió entonces que era imposible que
jóvenes de veinte años no lograran realizar aquello que había sido capaz de
hacer un hombre de cuarenta y dos. De mis experiencias deduje que, con un mes
de prácticas, los jóvenes ignorantes de cualquier disciplina militar estarían
en condiciones de conducir pequeños pelotones de hombres, y con la ayuda de
expertos estudié y perfeccioné en seis meses un plan racional de ejercicios.
En la primavera de 1968 realicé mi primer experimento: me
dirigí a un cuartel en las laderas del Fujiyama con una veintena de estudiantes
y comencé el adiestramiento. Los militares nos recibieron con un evidente
escepticismo. Pensaban que esos jóvenes, cuya educación de posguerra les había
enseñado a evitar todo esfuerzo físico y a sustraerse a toda disciplina, no
podrían sobrellevar un mes de severa vida militar.
Pero, para su sorpresa, esos jóvenes superaron la prueba
comportándose como espléndidos jefes de pelotón durante simulaciones de combate
en las que, después de una marcha de cuarenta y cinco kilómetros y una carrera
de dos kilómetros, había que desarrollar diversas estrategias de ataque a una
posición enemiga. Transcurrido ese mes nos separamos con gran pesar de los
oficiales instructores y de los suboficiales, estrechándonos las manos con
lágrimas en los ojos. En los años siguientes volví a llevar una vida de cuartel
con los nuevos inscritos en la Sociedad, y adquirí el hábito, para mí insólito,
de participar en sus ejercitaciones más difíciles. A continuación, en el otoño
de 1968, bauticé a nuestro grupo con el nombre de Sociedad del Escudo. En
Europa, un fenómeno semejante sería inconcebible. En Japón, como he dicho,
aparte del Ejército de Defensa, no existen jóvenes civiles que hayan recibido
adiestramiento militar, ni siquiera de un mes, a excepción de los inscritos de
la Sociedad del Escudo. Por tanto, a pesar de ser sólo cien, la importancia
militar de nuestro grupo es relativamente grande. En caso de necesidad, cada
uno de ellos podría ponerse a la cabeza de cincuenta hombres y ocuparse de
cumplir servicios auxiliares o de vigilancia, o de realizar incursiones o
dedicarse a la información. Pero el objetivo fundamental de mi esfuerzo al
crear esta asociación fue volver a encender la llama del espíritu de los
guerreros, que en el Japón moderno se está extinguiendo.
Por último, deseo narrar un episodio que me parece adecuado
para reflejar el carácter de nuestra Sociedad. Este verano fui huésped del
cuartel que se halla emplazado en la ladera del monte Fujiyama en compañía de
una treintena de estudiantes. El primer día nos dedicamos a cumplir un arduo
entrenamiento bélico, bajo un cielo de fuego. Al regresar al cuartel cenamos y
tomamos un baño, y después algunos estudiantes se reunieron en mi habitación.
Sobre la llanura reverberaban relámpagos violáceos, se oían truenos lejanos y
nos llegaba más cercano el canto de los grillos. Después de haber conversado
sobre la dificultad de conducir un pelotón, un estudiante de Kioto extrajo una
flauta travesera de un elegante estuche con forma de bolsa. Se trataba de un
antiguo instrumento de Gagaku, la música de la corte; en la actualidad son muy
escasas las personas que saben tocarlo. El estudiante confesó que había
comenzado a estudiarlo alrededor de un año antes y que a menudo lo tocaba
cuando llegaba el primero al lugar donde solía encontrarse con su novia, en un
antiguo templo en los alrededores de Kioto, pues era la señal para que ella
pudiese saber dónde estaba él. Vibraron las primeras notas de la flauta. Era
una melodía antigua, melancólica y encantadora, una música que evocaba la
imagen de un campo otoñal rociado de escarcha. Había sido compuesta en la época
del Genji Monogatari, en el siglo XI, y había acompañado a la danza Olas del
mar azul en la que se exhibió el protagonista de la obra, el Príncipe Esplendoroso.
Escuchando absorto el sonido de esa flauta, tuve la impresión
de que el Japón de la posguerra jamás había existido, y que en esa música se
hacía realidad (si bien por unos instantes) la feliz y perfecta armonía entre
la elegancia y la tradición guerrera. Era exactamente eso lo que mi alma había
buscado desde hacía muchos años.
Yukio Mishima