Medio
siglo después de su primera edición, vuelve a imprimirse La Serpiente del
Paraíso, uno de los libros más profundos e importantes de Miguel Serrano, mi
padre, en el cual relata su búsqueda por las ciudades, valles, ríos sagrados,
altas cumbres, templos y “ashrams” de la legendaria India. Vivió allá por diez
años como un peregrino más, pero no cualquier peregrino, pues en realidad tenía
la sagrada misión de encontrar el Monte Kailás en algún recóndito lugar del alto
Himalaya, cercano a la frontera con el Tíbet. En el interior de ese monte
estarían los Guías de la orden a la cual perteneció mi padre, quienes eran
poseedores de antiguas sabidurías y las lenguas olvidadas de los atlantes, o
quizás de sus antecesores.
Fue
aquel un viaje místico que se realizó por el mundo exterior e interior, y
aunque tuve la fortuna de acompañarlo junto a mi madre y hermanos durante un
extenso periplo por esa nación, era yo demasiado joven para darme cuenta de la
real importancia de su paso por India. Pero luego, con el devenir del tiempo,
vendría a descubrir esta trascendencia y su “dimensión cuasi cósmica”, como se
podría decir. Artículos en la prensa de Nueva Delhi, libros de swamis como
Bhagwan Shree Rajneesh, lo mencionaban con profundo respeto y admiración. Fue
realzado mucho más en el extranjero que en su propio país, situación que no me
parece extraña conociendo ciertos rasgos muy típicos de Chile, sobre todo su
tacañería intelectual.
Ahora
entiendo con absoluta claridad que él fue un chileno -diplomático por añadidura-,
que se identificó, como muy pocos han logrado hacerlo, con las costumbres,
religión, filosofía y mitología hinduistas. Sin embargo, cuando vivíamos en
India era simplemente mi padre, el hombre y el amigo a quien tanto quise, y que
ahora me visita en sueños. Y regresan a mi mente aquellos viajes que realizamos
juntos, como si el tiempo se hubiese detenido por unos instantes…
Recuerdo
que en una ocasión nos dirigimos en automóvil hacia Rishikesh, a orillas del
Ganges, puerta de entrada hacia el alto Himalaya donde residen las deidades
Shiva y Vishnú. Era muy temprano por la mañana y un Sol inmenso aparecía en el
horizonte para entibiar el paisaje. Pronto el calor comenzaría a caer desde el
cielo, surgiendo también desde las profundidades mismas del suelo polvoriento.
A esa temprana hora se observaba una caravana permanente de hombres, mujeres,
camellos y carretas, desfilando por el borde del camino ante nuestros ojos
atónitos. Un paisaje externo que se repetiría mil veces durante el largo
peregrinaje de mi padre por India.
Ya
en Rishikesh conoceríamos al Swami Sivananda y su famoso “ashram”. En
anteriores visitas el Swami le había contado a mi padre sobre sus experiencias
en el sagrado Kailás, mencionando que en el monte propiamente tal no había
ningún monasterio habitado por seres especiales, como brahmanes y siddhas;
ninguna sombra extraordinaria, ninguna luz singular emanaba desde la montaña.
Aunque éstas deben haber sido palabras decepcionantes, no impidieron que mi
padre continuara su búsqueda a lo largo y ancho de la India milenaria con el
propósito de encontrar una entrada que le permitiera acceder a esa otra
dimensión, donde él creía que habitaban los gigantes y los héroes de antaño.
Apropiado
es recordar todo aquello en estos momentos, cuando se cumple un lustro desde su
partida hacia las estrellas y el firmamento.