Es fácil y sencillo bajar a las profundidades del
Averno, pues la tenebrosa puerta del sepulcro está abierta día y noche; sin
embargo, el regreso hacia arriba, a la clara atmósfera del Cielo, pasa por un
sendero duro y doloroso.
Virgilio. La Eneida VI
Desde siempre, los hombres han sentido curiosidad por el Cosmos. Hace
miles de años descubrieron diferentes fenómenos cósmicos como los solsticios.
Su importancia fue asumida por diversas culturas que celebraron prácticas
religiosas. Estas celebraciones rituales vivificaban mitos y traían al presente
aquel tiempo en que la tierra se ordenaba según leyes celestes.
Los antiguos tenían gran veneración al Sol, a
cuyo culto dedicaron muchos de sus templos. Los solsticios acaparaban gran
atención, ya que son los momentos anuales en los que el Sol llega a sus puntos
más lejanos de oscilación, en Junio y en Diciembre, aparentando detenerse (de
ahí el término Sol-stitĭum, Sol quieto). Los dos solsticios marcan la
división del año en dos mitades, una ascendente y otra descendente, que
realizan un ciclo completo. ¿Porqué el Sol viene y se va? Porque en esta vida
no hay luz sin oscuridad, positivo sin negativo, masculino sin femenino.
En Roma, el Dios Jano (Janus),
Dios de la Astronomía y la Arquitectura, era quien presidía las puertas
solsticiales y las iniciaciones. Era la puerta no solo solsticial, sino también
iniciática. Así, el Solsticio de Verano, cuando el Sol llegaba a su punto más
alto para empezar su curso descendente, era conocido como “Janua Inferni”
o la “Puerta de los Hombres” y el Solsticio de Invierno como “Janua Cœli”
o la “Puerta de los Dioses”, por su ciclo ascendente. La “Puerta de los
Hombres” es una puerta de descenso que nos conduce a la verdad en un tránsito
hasta la “Puerta de los Dioses” (Solsticio de Invierno). El descenso al mundo
interior de cada individuo (a semejanza del trayecto solar) se convierte en el
camino hacia la sabiduría que reside en nuestro interior. Los solsticios son
una iniciación a los misterios del hombre: “Conócete a ti mismo”.
Jano posee una relación especial con el Universo,
centrada sobre el mantenimiento de la armonía cósmica y sobre los ritmos que la
expresan. El mito nos narra que Saturno fue a refugiarse al reino
de Jano y le otorgó, en recompensa, la capacidad de observar
pasado y porvenir, para decidir sabiamente. Su templo tenía doce altares y su
forma era cuadrangular. La figura del Dios situada sobre un pedestal en el eje
central miraba simultáneamente a Oriente y Occidente. Es mediador entre los
mortales y los inmortales, el que eleva las plegarias de los hombres a las
divinidades. Los pontífices constituían el colegio sacerdotal sobre el que
giraba el culto romano. A ellos se les confiaba la custodia del Templo de Jano.
Considerado como el portero que abría y
cerraba las puertas o épocas. Por ello se le denominaba el “Señor del Tiempo”,
poseedor de las llaves. Poseía una rica iconografía, en la que lo más destacado
era su representación con dos rostros, de ahí el calificativo de Jano
Bifronte. Uno miraba hacia el pasado que condiciona lo que somos,
nuestro presente, donde se debe tomar consciencia, lo que implica una
regeneración del alma. El otro a la derecha, al futuro, simbólicamente, al
mundo celeste y solar ligado al conocimiento.
Las llaves servían para abrir las puertas del
Cielo y del Infierno. Además, Jano es el maestro de las dos vías,
ascendente y descendente, y por tanto “Señor de la Iniciación”. Los dos rostros
de Jano contemplan el ciclo de manifestación y muestran un tercer
rostro (invisible) que observa el “eterno presente”. Este tercer rostro
destruye el pasado y el futuro, es el rostro que contempla la eternidad.
Tierra y Pueblo ~ Cantabria