Como ya
se ha indicado el totalitarismo platónico evoca, aunque sólo sea por analogías
formales, el totalitarismo europeo contemporáneo. Tanto en uno como en otro
estamos ante la pretensión del Estado de guiar la vida del individuo, tanto en
uno como en otro una idea se sitúa en el centro de la vida con la pretensión de
sellar todas sus manifestaciones. Es cierto que Platón habría podido suscribir
el eslogan mussoliniano «Todo dentro el Estado nada fuera del Estado, nada
contra el Estado». Y es también cierto que habría podido escribir de su puño y
letra una declaración como la aparecida en Pravda
el 21 de agosto de 1946: «El deber de la literatura es ayudar adecuadamente al
Estado a educar a su juventud, responder a sus necesidades, educar a la nueva
generación a ser valerosa, a creer en su causa, a mostrarse intrépida ante los
obstáculos y preparada para superar todas las barreras…».
El
totalitarismo platónico no nace solamente de la concepción del Estado como un
macro-hombre, como unidad orgánica, sino también de la conciencia de la
descomposición social, de la crisis de la ciudad griega que exigía soluciones
drásticas, medidas urgentes y coercitivas. Nace de la conciencia de que la
antigua clase dirigente estaba muerta y la nueva no estaba todavía preparada.
Visto desde esta perspectiva, el totalitarismo platónico presenta relevantes
coincidencias históricas con el totalitarismo moderno, surgido para sustituir
las elites políticas derribadas por las revoluciones liberales. Ambos
totalitarismos, nacidos de una meditación pesimista sobre el momento presente,
acusan un optimismo fundamental. Creer que un Estado, una civilización, puedan
ser salvados mediante el dominio de una sola idea es, ante todo, una
manifestación de esperanza. Sólo se está dispuesto a reconocer una autoridad
política ilimitada a aquel principio del cual se acepta, fielmente, su
ilimitada bondad. En este sentido, el totalitarismo de Platón, la idea del
Estado-organismo, se nos presenta cono un mito, como mitos son las concepciones
de los Estados fascista, nacionalsocialista y bolchevique. Considerado en su
líneas generales, el mito del Estado platónico puede relacionarse con las más
diversas tendencias del totalitarismo moderno, sean éstas de derecha o de
izquierda: «En la República se puede encontrar la autorización a predicar la
revolución social, la caída del capitalismo y el poder del dinero; pero
igualmente puede encontrarse una justificación de la coexistencia de dos
sistemas diferentes de educación, uno para los pocos y otro para los muchos, y
una justificación de la clase dirigente hereditaria»[1].
Sin
embargo, observando con más atención, el sentido del totalitarismo platónico
nos obliga a hacer distinciones: no se trata de la tiranía de una clase o de
una facción sino del gobierno de los mejores, los cuales, encarnando los
valores heroicos y sacrales, pueden razonablemente pretender representar la
totalidad de los valores del espíritu. Esta cualificación más precisa nos
permite, sin embargo, rechazar toda posible vinculación entre bolchevismo y
platonismo. En efecto, este último no es un Estado-totalidad sino una parte del
todo, la más ínfima y plebeya, que pretende situarse como absoluto social y
espiritual. La dictadura del proletariado constituye la inversión perfecta del
ideal platónico. Más complejo resulta el discurso para el fascismo y el nacionalsocialismo
que, si bien han ignorado la suprema exigencia de situar nuevamente en la cima
del Estado valores trascendentes, también es cierto que han luchado por la
creación de una elite heroica capaz de situar la política por encima de la
economía e imponer una nueva jerarquía de los rangos. En cierto sentido
representan un intento de remontar el ciclo de la decadencia de las formas
políticas tal y como se halla delineado en la República.
Las
relaciones entre platonismo y nacionalsocialismo merecen una consideración a
parte. Es conocida la influencia ejercida por el platonismo sobre la cultura
alemana de la primera mitad del siglo XX. El círculo que dirige el
poeta-profeta Stefan George difunde una imagen heroica de Platón que no deja de
influir en las corrientes políticas de extrema derecha. Así, izada la roja
bandera de la esvástica sobre el mástil de la Cancillería, se eleva un coro de
voces proclamando a Platón «precursor», «defensor del derecho de los mejores»,
«nórdico», «Gründer», «Hüter des Lebens»
o incluso «Führer»[2]. Para la
reconstrucción de la imagen de Platón en el III Reich resulta de interés el
libro de Hans Günther, el máximo teórico nacionalsocialista de la idea «nórdica»,
dedicado a Platon als Hüter des Lebens.
Platons Zucht und Erziehunggedanken und deren Bedeutung fur die Gegenwart
(«Platón como custodio de la vida. La concepción educativa y selectiva
platónica y sus significado para nuestro tiempo»). En él se puede leer: «No
debemos dejarnos seducir por aquellos que definen la eugenesia como una ciencia
“animal”. Fue Platón quien proporcionó al término griego “idea” su actual
significado filosófico y quien con su doctrina se ha impuesto como fundador del
idealismo… y ha sido precisamente el propio Platón quien, en tanto que
idealista, el primero en definir el ideal de la selección»[3].
Para
Günther, Platón es el salvador de la sangre elegida, el asertor de la vida como
totalidad de alma y cuerpo. Para Platón, como para todos los arios primitivos,
«no existía nada espiritual que no concerniese también al cuerpo ni nada físico
que no concerniese igualmente al alma. Esta constituye precisamente la manera
característica de pensar del nórdico»[4]. En la concepción aria de la vida,
interpretada por Platón, la nobleza de ánimo y la belleza comienzan a existir
«cuando las tenemos ante los ojos, personificadas. Esta sana concepción genera
el concepto helénico de la kalokagathía,
de la bondad-belleza, y la kalokagathía
no se considera como un modelo de perfección individual sino como algo mucho
más vasto: una teoría de la cría de una humanidad superior. Sólo por medio de
una selección, de la educación de una estirpe elegida, puede lograrse que la
belleza y la bondad aparezcan un día personificadas ante nosotros»[5].
Resulta
evidente que la interpretación nacionalsocialista de Platón es propagandística
y unilateral. Pero, igualmente, algunas afirmaciones fundamentales son
irrebatibles. Muy difícilmente se hubiese escandalizado Platón ante la quema de
los libros «corruptores» o ante las leyes para la protección de la sangre.
Evidentes influjos platónicos se encuentran además en la doctrina interna de
las S.S., dedicadas a someter a una paciente selección física y espiritual a
los futuros jefes, educados en los Ordensburgen, los «Castillos de la Orden»
surgidos por doquier en Alemania. La Ordnungstaatgedanke,
la concepción del Estado como Orden viril que se identifica con la voluntad
política, se nos muestra como una revivificación de las ideas de la República.
Concluyendo,
se puede afirmar que se encuentra una herencia platónica incontestable en los
movimientos fascistas europeos. La identificación del Estado con una minoría
heroica que lo rige, el ardiente sentimiento comunitario, la educación
espartana de la juventud, la difusión de ideas-fuerza por medio del mito, la
movilización permanente de todas las virtudes cívicas y guerreras, la
concepción de la vida pública como un espectáculo noble y bello en el que todos
participan: todo esto es fascista, nacionalsocialista y platónico a la vez. La
evidencia habla por sí sola.
Hoy,
consumida en una sola e inmensa pira la esperanza de volver a dar una elite a
la Europa invertebrada, la enseñanza política de Platón parece lejana y casi
perdida para siempre. Los valores económicos, que él colocó no en la cúspide
sino en la base de la sociedad, se exaltan como soberanos. Burguesía y
proletariado, Occidente y Oriente, capitalismo y comunismo proclaman al unísono
la llegada de un Estado cuya única meta es el bienestar de los más. Aquello que
Platón habría denominado como la parte apetitiva del Estado ha aplastado a la
parte heroica y cognoscitiva. La civilización de las masas pesa como la opaca
mole de las inmensas ciudades de cemento. Pero este mundo de las masas lleva en
su seno los gérmenes de su propia descomposición. Por un lado, se asiste a una
creciente especialización de las funciones, por otro, al nacimiento de una
estructura cada vez más parecida a un mecanismo perfecto[6]. Entretanto, las masas,
insertas en este gran mecanismo, vegetan en la comodidad en un estado de
creciente abulia política. Surge así la posibilidad del dominio de una elite
especializada sobre una masa satisfecha e indiferente. Escribe Nietzsche en la Voluntad de Poder: «Un día los obreros
vivirán como hoy los burgueses pero sobre ello vivirá la casta superior; ésta
será más pobre y más simple pero poseerá el poder». Es una afirmación profética
que proyecta en el futuro la visión de una elite platónica interiormente forjada
por un moderno doricismo, habitando con sobria pobreza en el centro inmóvil
donde accionan las ruedas del brillante mecanismo de la civilización
occidental[7].
Llegados
a este punto, cuando estamos a punto de concluir estas notas introductorias,
concédasenos el finalizar a la manera platónica introduciendo un mito. Un mito
que no hemos inventado nosotros sino que se encuentra en las páginas de una
novela de Daniel Halévy, Histoire de
quatre ans. 1997-2001. Estamos en
1997: Europa se pudre en el bienestar y el libertinaje. La corrupción crece por
lo que «heridos los centros de energía aria», la marea de los pueblos de color
amenaza a los europeos decadentes. Pero he aquí que, un poco por todos lados,
grupos de individuos se aíslan, dándose una estructura ascético-militar, una
disciplina severa. En sus cenobios se recompone la antigua ley de la vida,
vuelve a florecer el espíritu de obediencia y sacrificio. Alcanzando el poder,
el grupo de monjes-laicos pone fin al desorden y a la corrupción democrática dividiendo
la sociedad en las tres castas de asociados, novicios y sometidos. El esfuerzo
del nuevo orden salva Europa, y la Federación Europea, fundada el 16 de abril
de 2001, se prepara para marchar contra los bárbaros de Oriente. Hasta aquí el
mito, un mito didascálico que no habría desagradado a Platón. Pero, en el mito
y más allá del mito, el ideal político de Platón se mantiene como un elemento
permanente de toda verdadera batalla por el orden. El perno de su sistema
político está constituido por la exigencia de hacer coincidir la jerarquía
espiritual con la jerarquía política, de asegurar al espíritu la dirección del
Estado.
No sin
motivo Kurt Hildebrandt ha podido titular su libro Platón, la lucha del espíritu por
la potencia. Esta exigencia, formulada con tanta claridad por el más grande
pensador de la Hélade y de Occidente, permanece en todo tiempo, al igual que
las historias de Tucídides ktéma es aéi,
una conquista para la eternidad. Nadie como Platón ha sufrido por la ineptitud
de la inteligencia, incapaz de dar un orden a la vida. Ha contemplado hasta en
los abismos más insondables la tragedia de la escisión entre espíritu y vida,
entre espíritu y poder político. Y nos ha mostrado la vía real que conduce más
allá de esta trágica escisión: no la vana tentativa idealista de adecuar la
política a esquemas abstractos, sino un esfuerzo heroico y disciplinado para
infundir sangre y energía a la pura inteligencia, para confiar los valores del
espíritu a una especie de hombre fuerte, templada, victoriosa. En la oscuridad
contemporánea la doctrina de Platón arde como un fuego lejano que orienta
nuestro camino. Hacia ella deberá saber mirar una nueva clase política resuelta
a fundar el verdadero Estado, a dar a cada uno lo suyo, a imponer contra la
tiranía de la masa y del dinero la nueva jerarquía.
ADRIANO ROMUALDI
Notas
[1]
Thomas A. Sinclair, Il pensiero politico
classico, Bari, 1961, p. 223.
[2]
Sobre la imagen de Platón en la Alemania de este periodo véanse: J. Bannes, Hitlers Kampf und Platons Staat, Berlín
y Leipzig 1933 y Die Philosophie des
heroischen Vorbildes; C. Bering, Der
Staat der Königlichen Weisen, 1932; K. Gabler, Platon der Führer, 1932; H. Kutter, Platon und die europäische Entscheidung; F. J. Brecht, Platon und der George-Kreis, Leipzig 1929.
[3] Platon als
Hüter des Lebens, Munich 1928, p. 66.
[4] Op. cit., p. 39.
[5] Op. cit., p. 46.
[6]
Véase J. Evola, Cavalcare la tigre,
Milán 1961: «En el lugar de las unidades tradicionales – de los cuerpos
particulares, de los órdenes de las castas y de las clases funcionales, de las
corporaciones – conjunto de miembros a los que el individuo se sentía ligado en
función de un principio supraindividual que informaba su entera vida,
proporcionándole un significado y una orientación específicos, hoy se poseen
asociaciones determinadas únicamente por el interés material de los individuos,
que sólo se unen sobre una base: sindicatos, organizaciones de categoría,
partidos. El estado informe de los pueblos, en la actualidad convertidos en
meras masas, hace que todo posible orden posea un carácter necesariamente
centralista y coercitivo».
[7] Una
perspectiva similar se delinea en Der
Arbeiter de Ernst Jünger: «Al igual que produce placer ver a las tribus
libres del desierto que, vestidas de harapos, poseen como única riqueza sus
caballos y sus valiosas armas, también resultaría placentero ver el grandioso y
valioso instrumental de la “civilización” servido y dirigido por un personal
que vive en una pobreza monacal y militar. Es éste un espectáculo que produce
alegría viril y que hace su aparición allí donde al hombre se le imponen
exigencias superiores para alcanzar grandes fines. Fenómenos cono la Orden de
los Caballeros Teutónicos, el ejército prusiano, y la Compañía de Jesús
constituyen ejemplos a tal efecto…». Citado en J. Evola, L’operaio nel pensiero di Ernst Jünger, Roma 1960, pp. 75.