Como para muchas otras nociones reconstruidas, la concepción indoeuropea de la Tierra no es comprensible más que en la perspectiva cronológica de la Tradición, expuesta en un artículo anterior (1).
La Tierra en el período más antiguo (paleolítico o mesolítico)
El indoeuropeo tiene un viejo nombre de la tierra, *dheg’hom, cuya forma completa no es conservada más que en las lenguas indoeuropeas de Anatolia (particularmente en hitita). Por otra parte, el grupo de consonantes iniciales de la forma reducida *dhg’hom ha evolucionado diversamente, por inversión como en el griego chthôn −pronúnciese cton. N. d. T.− (de donde el adjetivo francés chthonien) o por simplificación como en el ruso zemlja −pronúnciese zemlia. N. d. T.−, el viejo irlandés dû o el latín humus. Este nombre de la tierra se aplica raramente a una divinidad: El único rastro probable es el nombre (recurrente) de la madre de Dioniso, Sémele, cercano al ruso zemlja, el cual también ha sido personificado secundariamente en el folclore: Mat’ Syra Zemlja, «la Tierra Madre húmeda». Pero ni el griego chthôn ni el latín humus ni los otros representantes de esta forma lo han sido. Otra designación de la tierra, común al griego y al germánico, *erâ, *ertâ (alemán Erde, inglés earth, etc.) a la cual pueden relacionarse las formas *n-er-, *n-ert- significando «bajo tierra», no ha sido tampoco empleada como nombre divino en fecha antigua.
Probablemente estas designaciones remontan al período más antiguo de la Tradición indoeuropea, aquél donde predominan el Fuego bajo sus diversas formas, fuego terrestre del hogar, fuegos celestes del rayo y del Sol, fuegos latentes, y las entidades celestes que presiden a los ciclos temporales: El Cielo del día, cuyo nombre, de género femenino, designa también al Sol; la Aurora y sus hermanos los Gemelos divinos (que «devuelven» cada año a su hermana fugitiva o raptada); el Cielo nocturno y la Luna (masculina). En la época, no es el trabajo de la tierra el que asegura la subsistencia de las poblaciones de cazadores recolectores. Y si admitimos la hipótesis de un origen circumpolar de la forma más antigua de la Tradición indoeuropea, la tierra helada y recubierta de nieve durante la mayor parte del año no tenía apenas sitio en su imaginario. Es posible que la «Tierra negra», es decir el espacio subterráneo, haya sido asociado al Cielo nocturno; es de nuevo el caso según Homero, como veremos. La una y el otro han sido considerados (conjuntamente o alternativamente) como la morada de los muertos que ha sido localizada bajo la tierra, de donde la asociación de Tellus a los Manes en el ritual descrito por Tito Livio, 8, 9, 6, pero también en la luna.
La Tierra en el período común (Neolítico)
Todo cambia con el período neolítico: Es en adelante la tierra quien asegura la subsistencia, por la agricultura y por la ganadería. La sedentarización establece un vínculo entre el pueblo y el suelo sobre el cual vive; un vínculo afectivo, que observamos por ejemplo en las tres estrofas del himno a la Tierra del Atharva-Veda, 12, 1, 23-25, consagradas al olor de la Tierra. La cosmología ha cambiado: A los cielos tornadizos y diferenciados de la cosmología antigua les ha sido substituido un cielo fijo e indiferenciado, que ya no se confunde pues con el Sol, y cuyo nombre es de género masculino. Es el «Cielo padre» del cual ha nacido el dios supremo de diversos panteones, el Zeus pater griego, el Júpiter latino. Tiene inicialmente por esposa a la Tierra madre, que lleva desde ahora diversos nombres, por ejemplo el femenino del adjetivo significando «amplio»; este nombre es representado por diversas formas estrechamente emparentadas en indoiranio y en germánico. Un antiguo calificativo de la tierra «donde la mirada se extiende a lo lejos», «vasta», está en la base del nombre de Europa. La «vasta tierra» tiene en lo sucesivo un centro fijo, su «ombligo», en el cual arde un fuego: El onfalos de Delfos y sus correspondientes védicos. Este centro es el de un círculo o, más raramente, de un cuadrado cuyos ángulos son los cuatro puntos cardinales, definidos por el ciclo solar. A su vez, la geometría «medida de la tierra» permite determinar precisamente el curso de los astros y los ciclos temporales. Pero la Tierra es ante todo una madre nutricia, una vaca lechera. Es manifiestamente, pues, a este período al cual remonta el ritual común a la India y a Roma del sacrificio a la Tierra de una vaca preñada (la «vaca de ocho patas» del ritual indio, la «víctima preñada» de Ovidio, Fastos, 4, 634), concordancia notable puesta en evidencia por Georges Dumézil (2), de la que extrae su significación (pág. 376): «El principio del sacrificio es claro. Nos encontramos, dice Ovidio (20633-634), en el momento donde todo es grávido, la tierra con la simiente, como las bestias; es por lo que, a Tellus preñada, se le ofrece una víctima preñada: Y en virtud de la regla simbólica ordinaria que quiere que se le ofrezcan a una divinidad víctimas que le sean homólogas (...); y también para proporcionarle aquello que debe, bajo otra forma, producir». El Himno homérico a la Tierra evoca a una figura similar, 5-16 (3): «Es a ti a quien pertenece dar la vida a los mortales, así como retomársela. ¡Feliz aquel a quien tú honras con tu benevolencia! Posee todo en abundancia. Para él, la gleba de la vida está cargada de cosecha; en los campos, sus rebaños prosperan, y su casa se llena de riquezas. Gobiernan con justas leyes una ciudad donde las mujeres son bellas; la gran fortuna, así como la opulencia, siguen sus pasos. Sus hijos brillan de una alegre y vigorosa juventud; sus hijas, con el corazón contento, juegan en las danzas floridas y saltan entre las tiernas flores de los prados: ¡He aquí la suerte feliz de aquellos a quienes tú honras, diosa augusta, divinidad generosa!». Se encuentra también a una representante de la Tierra madre en los pueblos suevos, según Tácito, Germania, 40-2 (4): «Tienen un culto común por Nerthus, es decir la Tierra Madre, creen que ella interviene en los asuntos de los hombres y circula entre los pueblos. Hay en una isla en el Océano un bosque santo, y allí un carro consagrado, cubierto por un velo; sólo el sacerdote tiene el derecho a tocarlo. Sabe que la diosa está presente en su santuario y la acompaña muy respetuosamente, arrastrada por becerras. Son entonces días de alborozo, es fiesta en todos los lugares a los que ella se digna honrar con su visita y con su estancia. Tampoco emprenden guerras, no empuñan las armas; toda arma (blanca) es guardada; paz y tranquilidad son entonces solamente conocidas, son entonces solamente queridas, justo hasta que, estando saciada la diosa por el comercio de los mortales, el mismo sacerdote la devuelve a su templo. Después el carro, los velos y, si se quiere bien creer, la divinidad misma son bañados en un lago retirado: Esclavos son quienes hacen ese servicio y enseguida el lago los engulle. De ahí, un religioso terror y una santa ignorancia alrededor de este misterio que no se puede ver sin perecer». El nombre de Nerthus ha sido interpretado diversamente; cierta relación con la base grecogermánica ut supra mencionada *n-ert- emparentada con el nombre de la tierra (germánico *erthô) es, entre varias, una de las posibilidades consideradas. Pero como, a pesar de la incertidumbre de la etimología de su designación, la identificación de Nerthus a la Tierra parece probable, la indicación de su carácter pacífico toma cierta significación y proporciona una indicación cronológica: Corresponde pues a la diosa Tierra del Neolítico antiguo, el cual, en conjunto, es un período de paz. Pero es sobre todo en la India védica en la que está representado de modo seguro, a título residual, es verdad, el culto a la Tierra y el rendido a la pareja Cielo Tierra. La pareja es el objeto de una pequeña serie de himnos del Rig-Veda; la Tierra sola es celebrada en un himno breve del Rig-Veda y en el extenso himno precitado del Atharva-Veda (5), donde ya no es la esposa del Cielo, Dyau, pero sí de Indra, o del dios de la lluvia, Parjanya. Así mismo, a juzgar por el nombre del dios escandinavo Niord que, habida cuenta de los cambios fonéticos, equivale exactamente al de Nerthus, parece que entre los germanos la diosa Tierra haya formado una pareja con un dios marino; pareja a la vez fraternal y conyugal, según el uso de los dioses Vanes.
La diosa Tierra está estrechamente vinculada a la verdad, indoiranio *(a)rta, mencionada tanto en el himno del Atharva-Veda como en la serie del Rig-Veda. Sabemos que el modelo cósmico de la verdad reside en la regularidad de los ciclos temporales (indoiranio *r(a)tu). Pero esta regularidad no ha podido ser determinada precisamente más que a partir de la geometría, como hemos visto. Es en parte por lo que la tierra está vinculada, también ella, a la verdad. Así mismo, es invocada como garante de un pacto en la Ilíada, 3, 276 y ss., conjuntamente con Zeus, el Sol y los Ríos, y de un juramento, en la Odisea, 5, 184, con Urano y el agua del Éstige. Este vínculo con la verdad funda a la vez su función oracular y la de garante de la concordia, atestadas la una y la otra en el folclore eslavo (6). La Tierra predice al campesino la calidad de la cosecha: «Si caváramos un hoyo en la tierra y si escucháramos en el orificio, la tierra emitiría un sonido particular para una buena cosecha por venir, y un sonido diferente para una mala cosecha». Y vela por el respeto de las reglas de la vida en común, de las relaciones de buena vecindad, así como del respeto de la palabra dada: «Los campesinos zanjaban los conflictos de propiedad poniendo por testigo a Zemlja, y, cuando se prestaba juramento, se ingería una bolita de tierra». La diosa griega Temis cuyo nombre significa «colocada» encarna a la vez a la Costumbre (el derecho consuetudinario) y a la Tierra, como lo indican la unión Gea Temis, atestada en una inscripción, y un pasaje de Esquilo, Prometeo encadenado, 209, «Temis y Gea, entidad única bajo nombres diversos». La Tierra simboliza al derecho consuetudinario de la sociedad linajuda de los indoeuropeos neolíticos. Según Hesíodo, Teogonía, 135 y ss., Temis es la madre de las Moiras (7), diosas del destino, de las Horas (8), las tres estaciones del año, de Eunomia «buen orden», de Diké «justicia» y de Eirene «paz»; preside en un orden cósmico y social de una sociedad apacible. Es probablemente ésta la razón por la que el Avesta la designa con el nombre del «pensamiento conforme», del «respeto», Armati, que tiene por antagonista a Tarômati «desprecio»: «pensar de modo conforme» y «decir la verdad» se expresan con fórmulas tradicionales estrechamente enlazadas. Verídica, tiene también una función oracular: En Delfos, el oráculo de Apolo fue precedido por los de la Tierra y de Temis, como lo indica la Pitia en los primeros versos de las Euménides de Esquilo (9): «Mi plegaria, entre los dioses, atribuye un lugar aparte en primer lugar a la primera profetisa, a la Tierra; tras ella, a Temis, quien se sienta la segunda en el puesto profético dejado por su madre, como lo afirma un viejo relato». En la India, la Tierra es también vinculada a la verdad, Atharva-Veda, 12, 1 ab, «Elevada realidad, fuerte verdad... afirman a la Tierra». Lo es también de modo indirecto bajo su otro nombre de Aditi por sus hijos los Âdityas, quienes se convertirán en los dioses de la «religión de la verdad»: *Mitra «contrato de amistad», *Bhaga «(justo) reparto», etc. Pero aquí, como se deduce del pasaje citado del Atharva-Veda, y de un verso del himno a Mitra del Rig-Veda, 3, 59, 1 b, «Mitra sostiene a la Tierra y el Cielo», la relación se ha invertido: A la concepción de la Tierra como sostén de la verdad, propia a la mitología de Gea Temis y al folclore eslavo de Zemlja, sucede la de la Tierra sostenida por la verdad. Esta concepción parece haberse desarrollado hacia el fin del período común, en la «sociedad heroica».
La Tierra en el período de las migraciones (Edad del Bronce)
Con la sociedad heroica, la cual, para la arqueología, emerge en la edad del bronce, la capa dominante regresa a una economía de depredación fundada sobre la razzia, mientras que el resto de la población continúa practicando la agricultura y la ganadería. La tierra pierde entonces una gran parte de su interés, y la diosa de su prestigio, ya muy menoscabado por la jerarquía de las funciones que se establece desde el período común. La Tierra negra es vinculada a la tercera función y, en la tríada de los colores, simboliza al principio inferior: Así es en el mito hesiódico de la creación de la humanidad tras el diluvio, según el cual Hele, la antecesora de los helenos, nace de la unión de Deucalión «Blanco» y Pirra «Roja», mientras que los bárbaros nacen de la Tierra negra. Destaca en el Canto de Rig éddico, mito fundador de la jerarquía social escandinava, que sólo la casta servil está en contacto directo con la tierra; el hombre libre no lo está más que por la labor, y el noble no lo está. De ahí viene la desafección por la diosa Tierra. Según Homero, Tierra y Cielo, Gea y Urano estrellado, el antiguo Cielo nocturno, son los «viejos padres», que ya no intervienen más en los quehaceres del mundo y que, además, se desavienen. La Teogonía de Hesíodo da diversas razones de su desavenencia, pero la razón esencial es que están efectivamente separados.
Pero la relación con la verdad encuentra nuevas aplicaciones en una sociedad que privilegia a las solidaridades electivas. Así es en el ritual escandinavo del juramento de fraternidad, tal como lo describe un pasaje de la Saga de Gisli Sursson, capítulo 6 (10): «levantan largas fajas de hierba fuera de la tierra, de tal suerte que sus extremidades quedan clavadas en la tierra. Emplazan por debajo una lanza incrustada, de tal modo que un hombre pueda alcanzar con la mano los clavos que fijan la punta de hierro al mango. Debían pasar por ahí debajo todos ellos, los cuatro, Thorgrimr, Gisli, Thorkell y Vesteinn. Ahora, se abren una vena y hacen derramar juntos su sangre en el hoyo dejado por los terrones de hierba, y mezclan el todo, tierra y sangre. Después se echan de rodillas y prestan el juramento de vengar a cada uno de ellos como a su propio hermano, y toman a todos los dioses por testigos». Este ritual se encuentra −a despecho de la cristianización− en la Saga de los hermanos juramentados (ibid., p. 639): «Pensaban siempre más en promoverse en esta vida terrestre que en la gloria de la alegría del otro mundo. También se comprometieron mediante juramento a que aquel que viviría mucho más tiempo vengaría al otro. Y por mucho que la gente fue declarada cristiana, el cristianismo era reciente en aquella época y muy ignorado, de tal suerte que muchas chispas de paganismo persistían así como algunas malas costumbres». Sigue la descripción del ritual, idéntico al precedente.
La Tierra en los pueblos indoeuropeos de la época histórica
En la ciudad antigua y según los diversos pueblos europeos de la época histórica, la tierra no recobra la importancia que le atribuía la sociedad neolítica, y los vínculos con la verdad desaparecen con los últimos vestigios de la sociedad heroica. La Tierra es una divinidad arcaica en Grecia, tal como hemos visto. Su asociación al antiguo Cielo nocturno, «Urano estrellado», remonta probablemente al período más antiguo de la Tradición. Pero quedan también algunos vestigios de una asociación al antiguo Cielo del día: Gea es asociada a Zeus en algunos lugares, particularmente en Dódona y en Atenas. En Roma, la Tierra es una divinidad menor, desprovista de flamen. Se llama Terra o Tellus; esta última, de la cual hemos recordado anteriormente el ritual antiguo del sacrificio de la vaca preñada, no está vinculada ni al Cielo (que ya no es divinizado), ni a Júpiter (que ya no es un dios Cielo), pero ha sido dotada de un paredro masculino, Tellumo. No se le conoce culto alguno entre los celtas, para quienes la tierra no tiene designación genérica: Representante del antiguo nombre de la tierra, el viejo irlandés dû ha tomado el sentido de «lugar», «sitio». Ni entre los pueblos germánicos de la época histórica, puesta a parte la misteriosa diosa Erce, «madre de la tierra», que aparece en un encanto viejo inglés: Erda es una invención de Richard Wagner, a partir de la diosa escandinava Iord, diosa menor que Snorri omite en la lista de las diosas que éste enumera en el capítulo 35 de su Gylfaginning, pero que menciona brevemente −sin duda en razón de su hijo− en el capítulo 36, a continuación de las Valquirias: «Iord, la madre de Thor, y Rind, la madre de Vali, también se encuentran entre las diosas Ases» (11).
Conclusión
Ausente de la más antigua Tradición, ligada al Gran Norte, de cazadores recolectores, la Tierra toma una significación concreta para los agricultores ganaderos sedentarios del Neolítico, para quienes es no solamente una madre nutricia, si no también la base de una sociedad en adelante ligada al suelo, provista de un centro, y la imagen de la estabilidad de un orden social considerado como intangible. La Tierra simboliza la constancia y la fiabilidad, tanto como la regularidad de los ciclos temporales constituía con anterioridad el modelo cósmico. Pero la emergencia de una jerarquización de las funciones, y más todavía la de la sociedad heroica, reduce la importancia de la Tierra, que, empero, ya no conserva apenas su relación simbólica con la verdad.
Jean Haudry
Notas:
(1) Jean Haudry, «Les Indo-Européens et leur tradition» en Terre & Peuple, magazine núm. 30 (solsticio de invierno de 2006), pp. 9 a 14.
(2) En último lugar, Georges Dumézil, La religion romaine archaïque. 2. París: Éditions Payot, 1974: pp. 375 y ss.
(3) Homero, Hymne homérique (CUF): 5-16.
(4) Tácito, La Germanie, (CUF): 40-2.
(5) Traducción, al francés, y comentario de Louis Renou, Études védiques et paninéennes 15. París: De Boccard, 1966, pp. 114 y ss.; Hymnes spéculatifs du Véda. París: Éditions Gallimard, 1956, pp. 189 y ss.; pp. 268 y ss.
(6) Miriam Robbins Dexter, «Earth Goddess» Encyclopedia of Indo-European Cultura. Ed. de J.-P. Mallory y D.-Q. Aadams. Londrés y Chicago: Fitzroy Dearborn, 1997, p. 174.
(7) Cloto, Láquesis y Átropo. N. d. T.
(8) Talo, Carpo y Auxo. N. d. T.
(9) Esquilo, Les Euménides, (CUF).
(10) Sagas islandaises. París. Ed Gallimard, 1987, pp. 580 y ss.
(11) Snorri Sturluson, L’Edda, récits de mythologie nordique. París: Ed. Gallimard, 1991, p. 68.
Artículo aparecido originalmente en el número 36, de la revista Terre et Peuple-Magazine (solsticio de verano de 2008)