martes, 22 de junio de 2010

LA BATALLA IDENTITARIA




La batalla identitaria; o más bien, nuestro «Frente del Ser», contra el no ser de la homogenización, del desarraigo, de la disolución en el mefítico bodrio occidental.

Lucha por existir y resistir, batalla por la autoafirmación y la autodefensa, institución de un proyecto histórico y puesta en marcha de una comunidad de destino. En la época en la que los pueblos europeos están amenazados en su misma supervivencia física, después de haber ya cedido el alma al demonio mundialista, la lucha por la defensa de nuestra identidad, el despertar de nuestra consciencia nacional y la regeneración de nuestra forma étnica adquiere una importancia decisiva, crucial. Pero, sobre todo, ¿qué se entiende con el término «identidad»? Podemos definirlo como el resultante de tres factores: naturaleza, cultura y voluntad (1). De la naturaleza forman parte las características más estrictamente físicas, biológicas y raciales de un pueblo, su esencia más concreta, la «materia humana». La cultura representa el modo único y original con el que cada pueblo percibe el mundo y su manera de orientarse en él, alcanzando la autoconciencia a través de una confrontación (y/o un enfrentamiento) con la otra parte de sí mismo; también, cultura son las tradiciones, las usanzas, los hábitos, la memoria histórica, las referencias míticas etc. El lado volitivo está constituido por la puesta en marcha de las otras dos primeras, es la plena asunción del dato físico y del dato cultural en un horizonte de sentido determinado por una decisión creadora y fundadora. Voluntad, por lo tanto, es hacerse cargo de la propia identidad bio-cultural, proyectando en el futuro la propia memoria transmutada en proyecto. Este punto en fundamental. Siempre es la voluntad lo que hace la historia, un pueblo que está desprovisto de tal no es nada más que una población, un mero conjunto de individuos sin historia, un simple dato estadístico-demográfico. Nacer en un determinado estado, tener los padres de una cierta nacionalidad, poseer característicos rasgos somáticos, aprender en el colegio determinadas nociones, hablar una cierta lengua, comer determinadas pitanzas; todo ello constituye una identidad sólo en potencia. No basta que se haya pasado el testigo; es necesario quererlo recibir y tener la intención de pasarlo a quien viene después. La elección contraria es muy posible; a tal propósito se pueden ver a tantos intelectuales, políticos, estrellas del show business que escogen conscientemente la vía del cosmopolitismo, del mundialismo, del etnomasoquismo, del desarraigo. Éstos son italianos y europeos tanto como nosotros, pero quieren rechazar esta pertenencia en nombre de una retórica «hermandad universal». La identidad, por lo tanto, puede muy bien ser rechazada. Por otra parte hoy es la elección mayoritaria. Esto es posible porque la apertura de nuestra historia, consecuente con la fundamental libertad humana, consiente también la opción de la salida de la misma historia, lo que equivale a decir la elección de la entropía étnica, cultural, social, ecológica etc. Frente a tal libertad existencial, será entonces nuestro deber escoger la vía identitaria.

Un nuevo nacionalismo

Para hacer esto es sin embargo necesario no caer en viejos errores ni decaer en fórmulas caducas. Debe ser superada, en particular, la creencia típicamente reaccionaria según la cual una lucha identitaria deba simplemente defender la presunta virginidad de un conjunto de valores todavía no contaminados de los males de la modernidad. En absoluto es así. La identidad no es un concepto estático, una experiencia pura a preservar de los trastornos de la historia; es precisamente en la historia, es más, ésta es perennemente generada y regenerada, en un proceso continuo, sin pausa. La identidad es un proyecto en el devenir, una autoconciencia que eternamente se reformula y se recrea. No existen simplemente valores a conservar, sino toda una serie de mitos, de tradiciones, de memorias a escoger, seleccionar y re-interpretar, con formas siempre nuevas y originarias en base al futuro que se haya escogido. Es el proyecto que da un sentido a la memoria, no lo contrario; es esto, aquello que entendía Giovanni Gentile [alias] cuando afirmaba que la nación es una realidad espiritual que «nunca existe, es necesario siempre crearla de nuevo». Esta concepción dinámica de la batalla identitaria, dirigida más hacia el futuro que al pasado, se nutre por lo tanto de una forma nueva y «post-moderna» de nacionalismo. Hablamos de un nacionalismo impregnado de sensibilidad imperial y grande-europea, ya no a la merced de un obtuso y provincial orgullo chauvinista; un ideal popular y comunitario, en la convicción de que una comunidad nacional existe verdaderamente tal sólo sí en su interior se reconoce la total dignidad social a cada uno, contra todo dominio oligárquico e intereses de logias. Contra la idea regresiva, reaccionaria y tradicionalista es necesario proponer en oposición un espíritu innovador, revolucionario y futurista; contra el nacionalismo meramente defensivo, refugiado en el conservadurismo estéril de una memoria momificada y en la preservación beata de cuanto, en el hoy, persiste del ayer, nosotros queremos un nacionalismo agresivo, determinado por lo tanto a agredir la modernidad moribunda y su fracasado «proyecto incumplido» para destruirla, subvertirla, superarla en una época tan nueva, y sin embargo con fascinaciones tan arcaicas. Nunca más al culto inmóvil de los «viejos y buenos valores de un tiempo» ni al machacamiento masturbatorio del folclore empolvado: en su lugar, una voluntad de poder deflagrante y revolucionaria fundadora de una nueva civilización. Pensar o actuar en modo diverso significaría permanecer atrasado por lo menos de un siglo, permanecer parados, al estilo de la vieja derecha liberal, clasista y conservadora eliminada por las vanguardias nietszcheanas, futuristas, dannunzianas y belicistas que al inicio del siglo veinte inflamaron el mundo. Es desde estas sugestiones de donde debemos partir de nuevo, articulando un pensamiento plenamente nacional-revolucionario, arqueofuturista, descendiente directo del sobrehumanismo fascista.

Muerte y regeneración de la patria

Por otra parte, incluso queriendo, no sabríamos sinceramente sobre qué bases fundar un patriotismo pequeño-burgués de tipo conservador, no por otra cosa que por la elemental razón que no hay nada más que conservar. Puesto que, por favor, ¿donde estaría hoy la patria? ¿Quizá esté escondida en alguna parte en los discursos rezumantes de banalidad e hipocresía de un Presidente de la República antes partisano y usurócrata, dispuesto recientemente a reivindicar, para la Italia de hoy, la actualidad de los valores... del 8 de septiembre (¡!)? ¿O quizá en los desfiles militares tan de moda últimamente, tan pomposos tanto como patéticos con el tentativo penoso de enmascarar la realidad del verdadero papel de hoy, del ejército italiano, ascazo servil del patrón de más allá del océano? O quizás, más modestamente, «patria» es hoy el equipo nacional de fútbol, cuya afición es sólo una miserable simulación de pertenencia, casi el único «ideal» por el cual a estas alturas se consiga emocionarnos. ¿Por esto deberíamos luchar? ¿Desde las «tierras irredentas» al tridente Vieri/Totti/Del Piero? No, es necesario adquirir la consciencia que hoy la patria está muerta, por lo menos como postura. Por el contrario subsiste todavía, en potencia, como un conjunto de valores y sensibilidades inconscientes a reactivar de forma radicalmente nueva. Es necesario tomar consciencia de la dimensión fundamentalmente nihilista de la era presente, del vacío absoluto en el que nos encontramos, vacío que es la fuente de desplazamiento y de angustia, pero que puede ser también la ocasión de la reconquista para quien lo sepa llenar. Debemos acoger la nada que nos rodea como la condición de posibilidad de un nuevo inicio, como la ocasión que se nos abre frente a quien posea una voluntad histórica de autoafirmación. De frente al avance del desierto, es necesario ser «fundadores de ciudades». Sólo habría que intentar estar a la altura de tal tarea, re-evocando nuestra más antigua memoria para proyectarla en el más lejano futuro contra la desolación del más alucinante de los presentes. El Fascismo no hizo nada de diverso: renegó de todas las enmohecidas tradiciones entonces existentes para evocar directamente un pasado remoto, arcaico, mítico, poniéndolo al mismo tiempo en la base de un proyecto político y metapolítico que miraba hacia un futuro milenario (2); por esto fue y sigue siendo odiado por los conservadores de ayer y de hoy. Haciéndonos cargo plenamente y conscientemente de nuestra libertad histórica, debemos asumir la tarea schmittiana de una decisión superior que establezca qué queremos ser, sobre la base – evidente – del dato bio-cultural, pero con un espíritu voluntarístico y heroico donde el mero «dato» es sólo la materia bruta de una obra de autocreación en un continuo devenir. No se trata, lo repetimos de nuevo, de «descubrir» aquello que se es; se trata, nietzscheanamente, de querer llegar a ser. Es el concreto querer-ser-así contrapuesto al anhelo hacia lo indistinto, hacia lo indeterminado, hacia lo genérico típico de la tradición igualitaria, que además es una voluntad-de-no-ser enmascarada de un querer-ser-todo (da aquí el elogio del cosmopolitismo: nos ilusiona con tener raíces por doquier cuando en realidad no se tienen en ninguna parte). Al dominio de lo informe proponemos en oposición la voluntad de la forma, iniciando de nuestra forma étnica (3), contra los monstruosos proyectos de quien querría de-formarla por medio de la «muerte tibia» del consumismo global o a través del alucinante diseño multirracialista.

El futuro de los pueblos europeos

Esta tarea de tutela, defensa, afirmación y regeneración de nuestra forma étnica es, a día de hoy, lo más blasfemo que pueda existir. De hecho, para un europeo es un pecado mortal reivindicar el derecho a la propia especificidad cultural, derecho que al menos en línea de máxima se está siempre listo a reconocer a cualquier otro pueblo. Tiene perfectamente razón Francois Dancourt cuando, en un sitio identitario francés, hace notar como en Francia (y en Europa) no está en absoluto prohibido ser racista, con la condición sin embargo que el racista se autocertifique como «antirracista» reconocido y que la raza por él subestimada sea la europea. Es la lógica alienante de lo políticamente correcto, que en la culpabilización y en la desvirilización de los europeos encuentra la propia razón de ser. Nosotros, por lo que nos respecta, consideramos que cada pueblo, comenzando por el nuestro, debe poder cultivar las propias tradiciones, gozar de la propia independencia y soberanía, desarrollar el propio original modo de ser en el mundo. Estamos fundamentalmente de acuerdo con quien, como Alain De Benoist, sostiene que la identidad debe ser defendida «en sí misma y no por sí misma», por consiguiente para todas las etnias y las culturas; concordamos también con quien, como Marcello Veneziani, retiene que «quien defiende su pueblo defiende también el mío»; consideramos, sin embargo, que sea siempre y en cualquier caso de nosotros mismos que se deba partir (4). Son los europeos los primeros a sufrir los efectos perversos del desarraigamiento; es sólo en Europa, no en otra parte, donde se experimentan las suicidas políticas inmigracionistas, la xenofilia masoquista, la acogida indiscriminada; es en nuestra casa donde la sociedad multirracial, el dominio de la religión de los derechos humanos, la americanización de las mentes, la barbarización de las costumbres, el igualitarismo más salvaje se están triunfalmente afirmando.

El primer pueblo en peligro es el nuestro.

Por lo tanto sólo comenzando por defender la identidad «para mí mismo» podré defenderla «en sí misma». Es afirmando por encima de todo mis especificidades culturales que defiendo también las tuyas. De esta manera podemos evitar las incoherencias hipócritas de muchos europeos, intelectuales «empeñados», siempre listos a defender la más exótica y lejana de las causas para después predicar en patria el cosmopolitismo, el suicidio étnico, el humanitarismo decadente, el olvido de las raíces y la destrucción de las tradiciones. Sólo éste puede ser el sentido de un reencontrado etnocentrismo imperial europeo. Etnocentrismo ya no filo-imperialista, impregnado de mesianismo cristiano y universalismo iluminista, sino serena y radical afirmación del propio papel en la historia por parte de los europeos finalmente libres de complejos de culpabilidad y otros complejos varios. Etnocentrismo como conciencia étnica, toma de conciencia de ser un único pueblo, en la unidad inseparable de los antepasados y de los descendientes. Etnocentrismo como orgullo, dignidad, patriotismo, fidelidad a sí mismo, voluntad de perpetuarse biológicamente y culturalmente. Sólo siendo nosotros mismos podremos contribuir a la salvación del Otro. Sólo una Europa libre, etnocentrada, poderosa y orgullosa de la propia identidad podrá un mañana representar la vanguardia mundial de la causa de los pueblos -de todos los pueblos-. Una Europa sierva, impotente, presa del caos étnico y del etnomasoquismo podrá solo representar el trágico monumento viviente del triunfo del mundialismo.

Adriano Scianca


Artículo original publicado en el número 229 de la revista Orion, octubre de 2003. Posteriormente publicado en el número 15 de la revista Tierra y Pueblo, abril de 2007



Notas:

1. Pierre Vial, Une terre, un peuple, Editions Terre et Peuple, París 2000

2. Para una exposición, sintética pero profunda, de los aspectos del Fascismo puestos aquí de relieve consultar Giorgio Locchi, «Espressione politica e repressione del principio sovrumanista», en L’Uomo libero n° 53, marzo 2002, y además las Notas de Stefano Vaj que preceden tal texto.

3. Para el concepto de «forma étnica» ver Franco Freda, I lupi azzurri, Edizione de Ar, Padua 2000.

4. Sobre este punto y los precedentes ha insistido recientemente Guillaume Faye. Para un lúcido examen de las tesis del último Faye y para otras inteligentes reflexiones acerca de la idea identitaria, sobre el tema de la inmigración, sobre el etnocentrismo europeo etc. Consultar el excelente ensayo de Stefano Vaj, «Per l’autodifesa etnica totale», en L’Uomo Libero n. 51, mayo 2001.