Un postulado axiomático aceita el funcionamiento de la política globalizada: Cuanto más poderoso es el sistema financiero internacional más débil es el marco normativo de la regulación política, menor importancia tiene el orden institucional vigente y, por cierto, el entramado electoral arrima “soluciones” que se someten, sin debate público, al interés del capital financiero.
Mientras tanto, funcionarios del sistema bancario se hacen cargo de la “administración económica” bajo el neutral ropaje de especialistas sin partido, más allá de que hayan sido votados por los ciudadanos. Dicho con brutal desparpajo: la democracia constitucional en Europa pasa de ser el sistema donde la mayoría “decide quién decide” al orden donde el parlamento sustituye la voluntad soberana del pueblo, y los bancos condicionan -para poder cobrar sus acreencias- el uso de los instrumentos de la política económica. La degradación de lo que Europa constituyó a través de su historia como orden político (desde el ágora griega, pasando por la Revolución Francesa, hasta el Parlamento Comunitario), gana el centro de la escena; y la nueva abre paso a la más horrible de las distopías: la bancocracia mundial, un sistema que sin la menor contemplación lleva adelante el ajuste a escala planetaria, sin mayor resistencia política popular.
Dicho de otro modo, en el nuevo programa global el único interés legítimo es el bancario, y los otros sólo se consideran si no contraviene su necesidad estructural. Por eso discursivamente adopta la siguiente formulación: “El capitalismo no funciona sin bancos.” Entorpecer ese interés equivale a trastada anticapitalista infantil, ya que no existe ningún después del capitalismo, puesto que se constituye en verdadero fin de la historia. Ya no se trata de la vieja hipótesis hegeliana que Francis Fukuyama, politólogo conservador norteamericano, pusiera en boga en los años ochenta, sino de un límite intraspasable. Nadie, mejor dicho, nadie socialmente significativo, imagina otra cosa.
Tanto Grecia como España, en el ínterin, avanzan hacia un “ajuste sin anestesia”, que ya se ejecutara en Irlanda, lo que supone que las vallas de contención que el estado de bienestar había construido, y que todavía sobreviven malheridas, serán definitivamente eliminadas. Esa es la señal que envía Mariano Rajoy a los mercados cuando congela el salario mínimo. Es decir, desreferencializa la estructura salarial de los demás precios que se transan en el mercado, y al hacerlo la política de reducción del salario real –que en la Unión Europea era casi una desconocida– reingresa a caballo del encrespamiento de la crisis, como eje de la “nueva solución” conservadora.
El círculo virtuoso, de cumplirse, debiera permitir a los Pigs (Portugal, Irlanda, Grecia y España) acceder a una financiación más acorde con sus posibilidades de repago. Sin embargo, nada de eso viene pasando, cada día las tasas de interés son más elevadas, las calificadoras de riesgo –más allá de alguna frase suelta de Angela Merkel– prosiguen su política de condicionar las decisiones. El gobierno de los mercados es estimulado, mediante la recalificación del rango de seguridad que ofrecen los títulos soberanos de la deuda europea, y cada nueva recategorización hacia la baja justifica el alza de las tasas de interés, ya que el riesgo de no pago aumenta. Es un perro que se muerde la cola: mayor riesgo supone mayor presión de las calificadoras, mayor presión impulsa la suba de las tasas de interés, y el aumento de las tasas indudablemente incrementa el riesgo. El torniquete se termina de ajustar y el plano inclinado de la situación se desplaza sin resistencia política por esta calle de sentido único.