Identidad: el hilo de Ariadna de la historia de los
pueblos y sus culturas, el instinto, que es tan bello y fuerte como bella y
fuerte puede ser la vida cuando se alimenta de sus fuentes orgánicas; instinto
tan antiguo como el propio mundo puede recordar haber sido mundo. Instinto
arcaico que sobrevive a las ideologías porque posee la memoria más profunda,
instinto rebelde que no se deja borrar por las leyes ni por los sistemas
educativos, por más opresores que pretendan ser las primeras o por más
insidiosos los segundos; instinto inexorable que renace en algún lugar de
África donde una tribu se despoja de los últimos miasmas de la Civilización
Occidental o en el corazón de Europa en aquel cantón suizo que reconquista con
la misma audacia de Guillermo Tell el derecho ancestral de su democracia
orgánica.
Reconocido o rechazado, el referente identitario
determinará de ahora en adelante las líneas divisorias que se perfilan en esta
encrucijada del destino en la que todo puede perecer o todo sobrevivir, donde
la Historia va a crear una cesura entre dos cosmovisiones, entre dos
percepciones del futuro, entre dos concepciones del hombre: por un lado las
masas societarias, estatales del tecnocosmos igualitario universal, el frío
monstruo sobre el que Nietzsche nos previno, por otro las sociedades étnicas, idiosincrasias políticas y culturales, que manifiestan la polifonía natural, las patrias
carnales de las que nos habla Saint-Loup. En el primer mundo la repetición de
lo igual ha ahogado al planeta en el corsé totalitario del igualitarismo
occidentalizado. En este mundo de la amnesia etnocultural, librado al yugo
totalitario de lo económico, el hombre, privado de sus rasgos específicos, ya
no es un ser de cultura, implicado y solidario con el proyecto histórico de su
pueblo, pero tampoco es ser histórico que ser se realiza en el seno de su
comunidad de destino. Reducido al estatus de un individuo-objeto acultural y
ahistórico, este individuo ha perdido la llave de su humanidad. En el segundo
mundo, se personaliza el hombre-con-conciencia-identitario en la medida en que
aumenta la percepción de sus raíces y sus particularidades. En este mundo vive
el hombre, como ser de cultura, una verdadera humanidad y en ella se realiza:
experimenta, crea, se desarrolla, se transforma y a pesar de todo no deja de
ser siempre él mismo. Saca provecho de todas las posibilidades creativas que la
naturaleza -su patrimonio hereditario- depositó en él. Está ligado a la
historia y al destino de su pueblo porque es solidario con él y está
comprometido con su proyecto.
Escuelas, iglesias, sindicatos, partidos, logias, en
pocas palabras, todos los que se ceban del pesebre del sistema, ven a priori la
idea identitaria como una amenaza intolerable. Esta reacción hipersensibilizada
no sorprenderá a aquellos espíritus lúcidos que saben desde hace largo tiempo
que la realidad biocultural constituye la única realidad que en un mismo
instante amenaza a todas las cabezas de los dogmas universalistas: la cabeza
mesiánica del judeocristianismo, la cabeza ideológica del liberalismo, la
cabeza económica, individualista, tecnocrática y plutocrática. Tampoco
sorprenderá a los espíritus atentos que saben muy bien que el redespertar
identitario siempre ha producido el hundimiento de aquellos imperios que no
estaban basados en realidades orgánicas; como es sabido, el imperio soviético
ha sido el último hasta la fecha. Como tampoco se sorprenderá si el próximo en
sufrir su decadencia es el imperio del Tío Sam. La realidad etnocultural, que
como expresión esencial de la vida orgánica, se corresponde con la naturaleza y
con las conquistas de la ciencia, desprecia todas las prohibiciones, ya sean de
naturaleza política, religiosa o ideológica.
El igualitarismo puede continuar todavía afirmando
con frecuencia que no existen las razas, sin embargo cualquiera continuará
distinguiendo un blanco de un negro, un negro de un amarillo. Ciertamente, todo
sería más sencillo si se pudiesen prohibir las razas, un ocioso y absurdo deseo
que requeriría, de facto, prohibir la naturaleza. Dado que los seguidores de
Jesús, de Karl Marx y del Big Brother no pueden salvar la naturaleza,
consecuentemente intentarán destruir el orden natural. Al decir verdad, la
única manera discreta y efectiva de hacer desaparecer a los africanos, los
asiáticos o los europeos sólo puede consistir en teñir de gris el negro, el
amarillo y el blanco, en destruirlos progresivamente en una panmixia-soft que
se disfraza tras todas las máscaras nocivas posibles: humanismo de carnaval a
la brasileña, permanente llamamiento a una pseudo-fraternidad que en realidad
lleva a la peor promiscuidad o histéricas apelaciones a una pseudo-tolerancia
que se descubre como la más peligrosa de las cobardías.
Reconocido el peligro y tomada la decisión, es
necesario pasar a la acción y en una primera fase rechazar toda postura que
equivalga a una resignación o que suponga una acomodación. Después es preciso,
en una segunda fase, regresar a nuestra tradición pagana indoeuropea, porque
sin un “regreso a esta tradición no habrá ninguna liberación, ninguna verdadera
reconstrucción, no será posible la conversión a los verdaderos valores del
espíritu, de la potencia, la jerarquía y del Imperio. Esta es la verdad que no
permite la menor duda”. Finalmente, en una tercera fase deben despertar los
espíritus, volviendo a levantar el mundo sobre sus pies y a enderezar el
pensamiento. Sin embargo ¿Existe una manera más adecuada de volver a equilibrar
el mundo que convertir en un destino voluntario lo que es presentido por muchos
como una fatalidad irresoluble? Sea como fuere, la sociedad multirracial
(raciófoba) jamás podrá llevar adelante su amenaza de muerte mientras los
pueblos defiendan la identidad biocultural como un destino voluntario. Porque
toda vida, en tanto que es digna de ser vivida siempre lo ha sido y siempre lo
será a costa de ese precio. Frente a la sociedad culturicida formada por robots
que amenaza con ahogar al mundo mediante una uniformidad lineal, es necesario
oponer el mosaico polimórfico de los pueblos individualizados, cuya lengua,
historia, cultura y rostro surgen de sus identidades vivas, que constituyen
para pueblos y culturas lo que las fuentes significan para montañas y bosques.
El igualitarismo constriñe a los pueblos en el
callejón sin salida de la democracia parlamentaria, cristiana, social o
liberal, antes de arrojarlos a la era neoprimitiva de la sociedad-fastfood
americanizada ¡Nademos contra la corriente de un mundo que se está derrumbando
en millares de pedazos, y que se desvanece a los cuatro vientos en sus crisis
políticas, religiosas, económicas, sociales o culturales! ¡Dejémonos arrastrar
por la poderosa corriente de la identidad a través de la inmensidad del mundo y
de la vida!
Avancemos hacia delante para vivir nuestra
humanidad, cada uno al ritmo de su propia especificidad, cada uno escuchando a
su propio origen. El futuro de este mundo no dejará jamás de ser polimórfico en
sus manifestaciones y múltiple tanto histórica como culturalmente, mientras la
especie humana que lo conforma permanezca íntegra en su polifonía racial,
protegiendo el equilibrio de la multiplicidad, es decir, mientras despliegue en
el cielo de la historia el arco iris de sus colores, sus rostros, sus lenguas,
sus artes y sus culturas, mientras la especificidad de cada uno sea sentida
como la fuente del enriquecimiento de todos, mientras el cuidado de la
diversidad natural traiga consigo, por así decir, un eco de tolerancia hacia
los contrastes. En otras palabras: mientras la homogeneidad de los pueblos
garantice la heterogeneidad del mundo.
Demos a nuestras ideas -para decirlo con Nietzsche-
la seriedad que un niño concede a sus juegos y sentiremos como se llenan de
aquella alegría conquistadora de la que brotan los mundos nuevos.
El renacimiento de los europeos ha dado comienzo en
el instante en el que ya no perciben la sociedad raciófoba del igualitarismo
como una fatalidad ineludible sino como un desafío necesario.
Toda victoria es hija de la lucha, toda elevación lo
es de la superación.
LA LUCHA POR LO ESENCIAL. Pierre
Krebs