viernes, 16 de noviembre de 2012

IDENTIDAD


Identidad: el hilo de Ariadna de la historia de los pueblos y sus culturas, el instinto, que es tan bello y fuerte como bella y fuerte puede ser la vida cuando se alimenta de sus fuentes orgánicas; instinto tan antiguo como el propio mundo puede recordar haber sido mundo. Instinto arcaico que sobrevive a las ideologías porque posee la memoria más profunda, instinto rebelde que no se deja borrar por las leyes ni por los sistemas educativos, por más opresores que pretendan ser las primeras o por más insidiosos los segundos; instinto inexorable que renace en algún lugar de África donde una tribu se despoja de los últimos miasmas de la Civilización Occidental o en el corazón de Europa en aquel cantón suizo que reconquista con la misma audacia de Guillermo Tell el derecho ancestral de su democracia orgánica.



Reconocido o rechazado, el referente identitario determinará de ahora en adelante las líneas divisorias que se perfilan en esta encrucijada del destino en la que todo puede perecer o todo sobrevivir, donde la Historia va a crear una cesura entre dos cosmovisiones, entre dos percepciones del futuro, entre dos concepciones del hombre: por un lado las masas societarias, estatales del tecnocosmos igualitario universal, el frío monstruo sobre el que Nietzsche nos previno, por otro las sociedades étnicas, idiosincrasias políticas y culturales, que manifiestan la polifonía natural, las patrias carnales de las que nos habla Saint-Loup. En el primer mundo la repetición de lo igual ha ahogado al planeta en el corsé totalitario del igualitarismo occidentalizado. En este mundo de la amnesia etnocultural, librado al yugo totalitario de lo económico, el hombre, privado de sus rasgos específicos, ya no es un ser de cultura, implicado y solidario con el proyecto histórico de su pueblo, pero tampoco es ser histórico que ser se realiza en el seno de su comunidad de destino. Reducido al estatus de un individuo-objeto acultural y ahistórico, este individuo ha perdido la llave de su humanidad. En el segundo mundo, se personaliza el hombre-con-conciencia-identitario en la medida en que aumenta la percepción de sus raíces y sus particularidades. En este mundo vive el hombre, como ser de cultura, una verdadera humanidad y en ella se realiza: experimenta, crea, se desarrolla, se transforma y a pesar de todo no deja de ser siempre él mismo. Saca provecho de todas las posibilidades creativas que la naturaleza -su patrimonio hereditario- depositó en él. Está ligado a la historia y al destino de su pueblo porque es solidario con él y está comprometido con su proyecto.

Escuelas, iglesias, sindicatos, partidos, logias, en pocas palabras, todos los que se ceban del pesebre del sistema, ven a priori la idea identitaria como una amenaza intolerable. Esta reacción hipersensibilizada no sorprenderá a aquellos espíritus lúcidos que saben desde hace largo tiempo que la realidad biocultural constituye la única realidad que en un mismo instante amenaza a todas las cabezas de los dogmas universalistas: la cabeza mesiánica del judeocristianismo, la cabeza ideológica del liberalismo, la cabeza económica, individualista, tecnocrática y plutocrática. Tampoco sorprenderá a los espíritus atentos que saben muy bien que el redespertar identitario siempre ha producido el hundimiento de aquellos imperios que no estaban basados en realidades orgánicas; como es sabido, el imperio soviético ha sido el último hasta la fecha. Como tampoco se sorprenderá si el próximo en sufrir su decadencia es el imperio del Tío Sam. La realidad etnocultural, que como expresión esencial de la vida orgánica, se corresponde con la naturaleza y con las conquistas de la ciencia, desprecia todas las prohibiciones, ya sean de naturaleza política, religiosa o ideológica.

El igualitarismo puede continuar todavía afirmando con frecuencia que no existen las razas, sin embargo cualquiera continuará distinguiendo un blanco de un negro, un negro de un amarillo. Ciertamente, todo sería más sencillo si se pudiesen prohibir las razas, un ocioso y absurdo deseo que requeriría, de facto, prohibir la naturaleza. Dado que los seguidores de Jesús, de Karl Marx y del Big Brother no pueden salvar la naturaleza, consecuentemente intentarán destruir el orden natural. Al decir verdad, la única manera discreta y efectiva de hacer desaparecer a los africanos, los asiáticos o los europeos sólo puede consistir en teñir de gris el negro, el amarillo y el blanco, en destruirlos progresivamente en una panmixia-soft que se disfraza tras todas las máscaras nocivas posibles: humanismo de carnaval a la brasileña, permanente llamamiento a una pseudo-fraternidad que en realidad lleva a la peor promiscuidad o histéricas apelaciones a una pseudo-tolerancia que se descubre como la más peligrosa de las cobardías.

Reconocido el peligro y tomada la decisión, es necesario pasar a la acción y en una primera fase rechazar toda postura que equivalga a una resignación o que suponga una acomodación. Después es preciso, en una segunda fase, regresar a nuestra tradición pagana indoeuropea, porque sin un “regreso a esta tradición no habrá ninguna liberación, ninguna verdadera reconstrucción, no será posible la conversión a los verdaderos valores del espíritu, de la potencia, la jerarquía y del Imperio. Esta es la verdad que no permite la menor duda”. Finalmente, en una tercera fase deben despertar los espíritus, volviendo a levantar el mundo sobre sus pies y a enderezar el pensamiento. Sin embargo ¿Existe una manera más adecuada de volver a equilibrar el mundo que convertir en un destino voluntario lo que es presentido por muchos como una fatalidad irresoluble? Sea como fuere, la sociedad multirracial (raciófoba) jamás podrá llevar adelante su amenaza de muerte mientras los pueblos defiendan la identidad biocultural como un destino voluntario. Porque toda vida, en tanto que es digna de ser vivida siempre lo ha sido y siempre lo será a costa de ese precio. Frente a la sociedad culturicida formada por robots que amenaza con ahogar al mundo mediante una uniformidad lineal, es necesario oponer el mosaico polimórfico de los pueblos individualizados, cuya lengua, historia, cultura y rostro surgen de sus identidades vivas, que constituyen para pueblos y culturas lo que las fuentes significan para montañas y bosques.

El igualitarismo constriñe a los pueblos en el callejón sin salida de la democracia parlamentaria, cristiana, social o liberal, antes de arrojarlos a la era neoprimitiva de la sociedad-fastfood americanizada ¡Nademos contra la corriente de un mundo que se está derrumbando en millares de pedazos, y que se desvanece a los cuatro vientos en sus crisis políticas, religiosas, económicas, sociales o culturales! ¡Dejémonos arrastrar por la poderosa corriente de la identidad a través de la inmensidad del mundo y de la vida!


Avancemos hacia delante para vivir nuestra humanidad, cada uno al ritmo de su propia especificidad, cada uno escuchando a su propio origen. El futuro de este mundo no dejará jamás de ser polimórfico en sus manifestaciones y múltiple tanto histórica como culturalmente, mientras la especie humana que lo conforma permanezca íntegra en su polifonía racial, protegiendo el equilibrio de la multiplicidad, es decir, mientras despliegue en el cielo de la historia el arco iris de sus colores, sus rostros, sus lenguas, sus artes y sus culturas, mientras la especificidad de cada uno sea sentida como la fuente del enriquecimiento de todos, mientras el cuidado de la diversidad natural traiga consigo, por así decir, un eco de tolerancia hacia los contrastes. En otras palabras: mientras la homogeneidad de los pueblos garantice la heterogeneidad del mundo.

Demos a nuestras ideas -para decirlo con Nietzsche- la seriedad que un niño concede a sus juegos y sentiremos como se llenan de aquella alegría conquistadora de la que brotan los mundos nuevos.

El renacimiento de los europeos ha dado comienzo en el instante en el que ya no perciben la sociedad raciófoba del igualitarismo como una fatalidad ineludible sino como un desafío necesario.

Toda victoria es hija de la lucha, toda elevación lo es de la superación.

LA LUCHA POR LO ESENCIAL. Pierre Krebs