Querido
banquero.
Ya,
ya sé que a usted nadie le regaló nada (qué le van a regalar), que no todo el
mundo puede conducir un Audi como el del anuncio, que su yate lo pagó a
tocateja, que en los contratos hipotecarios de su banco todo se explica bien
claro y que, si consintiésemos que los hombres traicionasen por dinero, España
sería un sin dios.
Querido
juez.
Ya,
ya sé que a usted no le tiembla el pulso con los de abajo ni tampoco con los de
arriba (uf, qué le va a temblar), que su señoría sólo es un humilde servidor de
las normas, que lo firmado obliga y que esto del igualitarismo ya era un
obsesión del gremio desde el siglo XIX. Anatole France: "La ley, en su
majestuosa igualdad, prohíbe tanto a los ricos como a los pobres mendigar en
las calles, dormir bajo los puentes y robar el pan".
Querido
policía.
Ya,
ya sé que usted hace lo que dice el juez, que no hay delito más perseguible que
los que se quedan con lo ajeno, que usted se contiene lo indecible, lo
imposible, lo sobrehumano, antes de sacar la porra y golpear contrariado a los
que tratan de impedir un desahucio.
Querido
cerrajero.
Ya,
ya sé que usted hace lo que le dice el policía. Que no fue usted el que pidió
un crédito de 250.000 euros para una casa que no podía pagar, que en su empresa
también hay un ERE y que cuando introduce la ganzúa aséptica lo hace del lado
de los buenos, rezándose que las leyes son justas, sabiendo quién es el
culpable en esta historia y de qué parte está.
Querido
político.
Ya,
ya sé que usted hace lo que le dice el voto del cerrajero. Que como diputados
llevaban semanas, meses, años, lustros, sufriendo con los que sufren, a ver si
no. Y que no tiene nada que ver en este viraje copernicano de 'populares' y
socialistas que Amaia se haya lanzado al asfalto desde un cuarto piso cuando la
comisión judicial iba a echarla a la calle...
Querido
banquero, querido juez, querido policía, querido cerrajero, querido
político. Queridos todos.
No
era una casa; era el hogar. Eran las
zapatillas de felpa. El buenas noches y el hasta mañana. Los pies estirados
sobre la mesa. La manta en el sillón y el mando a distancia. El pasillo que
conoces con los ojos vendados y esa única oscuridad que no nos da
miedo. La cama en la que murió mamá. Y todas las fiestas de cumpleaños
de los niños, con las fotos tomadas en la misma mesa.
No
era una casa; era el hogar. Eran las muescas que se hacían en el marco de la
puerta para que ver quién era más alto. Y las narices pegadas a la ventana
nocturna, roturando el vaho, a ver si pillábamos a los Reyes. Era la foto de la
boda en blanco y negro. Ese amanecer con el paisaje de siempre que
tanto tranquiliza.
No
era una casa; era el hogar. Era el "este es mi sitio" del sofá y toda
la juventud que guardas en cajas en el trastero. El hueco del álbum y las
habitaciones que se fueron vaciando. La vajilla que ya nunca se estrenará.
No
echabais a una persona de una casa, idiotas. No.
La
echabais del alma misma.
Cortando
la amarra decisiva.
Entrando
con gases lacrimógenos a sangre y a fuego en ese último espacio respirable
llamado hogar.
Extraído de:
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/asimplevista/