miércoles, 7 de septiembre de 2011

LOS CIEGOS DE ESPAÑA.


Paseando sus tristezas bajo los cielos límpidos y ardientes de Castilla, estos hombres sucios y picarescos, alegres en su miseria, con esa grave alegría de los campesinos de las mesetas centrales, arrastran consigo no sé qué vago espíritu de raza. Yo veo en ella toda la grandeza y toda la pequeñez de esta nuestra España, altiva y rastrera, idealista y sórdida, que engendró un pueblo de mendigos con traza de hidalgos, y un pueblo de hidalgos con alma de mendigos. Ellos son los continuadores de aquel de quien don Diego Hurtado de Mendoza, dijo: «Desde que Dios crió al mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz»; ellos son lo único que nos va quedando de la leyenda española, de esa leyenda magnífica y brutal. ¿No habéis pensado alguna vez que estos inquietantes ciegos llevan en su facha desastrosa, en sus harapos horribles, en su semblante, que el sol de Castilla curtió, toda la melancolía de una tradición desvanecida y toda la suprema nobleza de una raza que muere dignamente? Yo los he visto así, a la luz de esta revelación luminosa, testimoniando toda nuestra historia, toda nuestra historia nacional. Yo los he seguido, por escudriñar con avidez en sus ojos sin luz el espíritu de los siglos muertos. Yo he caminado, acomodándome a su pasico vacilante, y he oído sus charlas truhanescas. Todos son adustos; todos tienen el rostro anguloso, la color cetrina y tostada y el gesto picaresco; todos saben oraciones contra males, y son rezadores, por achaque de su oficio, sin que les importe un comino de Dios. Yo creo que esos ciegos son la repetición de una sola e idéntica personalidad, el ciego castellano de un solo carácter, que perdura a través de muchos individuos. He aquí dos productos genuinamente españoles: el ciego y el pícaro. A veces se diferencian; casi siempre se confunden. Porque el ciego español es el ciego único, que no se parece a ningún mendicante de ningún país. Vosotros habréis visto bajo los árboles de los paseos, y de noche en las esquinas de algunas calles, ciegos mendigando con su filarmónica o con su violín, sublimes también en su miseria y trágicos en su vulgaridad. Ésos tienen su epopeya, más delicada, menos repulsiva, pero no más grandiosa que la de estos ciegos castellanos, manchegos o aragoneses. Para escribir la epopeya de aquellos, basta con ser artista; para hablar de éstos hay que ser español. Aquélla se graba en estrofas de sabor verleniano; ésta en prosa maciza y cervantesca. Olvidad, pues, que aquellos existen; no recordéis sus filarmónicas desafinadas, que arrancan valses de La Gran Duquesa, o sus violines desbarnizados, donde suelen sollozar en las tardes sentimentales del domingo, cuando la gente alegre cruza los paseos, habaneras desvaídas y suaves. Son muy hermosos esos ciegos con alma de niño, que lloran cuando acordan sus melodías destempladas; son muy hermosos sí, pero son afrancesados. El ciego español es otro; es el que todos habéis visto por alguna calle desierta de los barrios remotos, que arrastra junto a sí una mujer vieja, acompañante de su tartajoso canto; o ese que lleva un lazarillo, y que rasguea un guitarrico viejo. Son los que entonan siempre la misma copla, con el mismo tono e idéntica cadencia final.
Los unos invocan su ceguera,
para que las almas buenas,
suelten una perra chica;
Los otros cantan a la Virgen del Pilar,
que no quiere ser francesa...

Y todos repiten la misma copla rancia y monótona, pero bella, que si dice nostalgias de amor, lo hace con todo el galante petrarquismo de las endechas árabes y toda la seca ferocidad de las tristes tonadas castellanas. Sí, son inconfundibles esos ciegos, con sus sombreros de fieltro lanoso o sus boinas azules, que caminan por las carreteras con la guitarra remendada a la espalda y la calabaza de vino colgada de la cintura. En su ambular sin rumbo, limosneando por los lugares pobres, contemplo yo la historia de nuestro pueblo salvaje y heroico, misérrimo y generoso.

Así, pues, cuando en la calle de Puñonrostro, o en la calle del Almendro, o en cualquiera de esas calles solitarias que hay en Madrid, y que guardan todavía el perfume de los tiempos viejos; cuando en una de esas calles sombrías donde todavía hay casas con rejas moriscas en que se columpian los jazmines, o con balcones tenebrosos, en que se proyectan las sombras alargadas de los pasillos y de las salas medrosas; cuando en una de esas calles, tropecéis con un ciego castellano, pensad que ese hombre lleva en su semblante, en su porte, en su guitarra, el alma de vuestro pueblo, que es sucio, mezquino y arrogante como aquel hidalgo vallisoletano que comía con singular deleitación los pedacicos de pan que Lázaro de Tormes, su criado, alcanzaba pordioseando.

Pedro González-Blanco

Revista Alma Española
Madrid, 27 de marzo de 1904