martes, 19 de julio de 2011

EL CIUDADANO Y EL EXTRANJERO



En la actualidad una de las cuestiones más importantes que acaparan el interés de los ciudadanos de Europa, ya sea por sus implicaciones económicas, culturales, demográficas, políticas y por qué no decirlo, étnicas es la inmigración o sea la llegada de extranjeros para establecerse o vivir en las distintas naciones de Occidente.

Pero no es objeto de esta reflexión el estudio o análisis de este fenómeno, la razón del mismo es poner en conocimiento del lector cómo se desarrollaban las relaciones entre los ciudadanos y los extranjeros en las ciudades antiguas que iniciaron el devenir de Europa.

En la ciudad antigua el ciudadano era reconocido como tal porque participaba del culto de la ciudad y sólo de éste hecho emanaban sus derechos políticos y civiles, son ciudadanos aquellos que profesan la religión de la ciudad y honran a los mismos dioses, todo aquel que participa en las procesiones y está presente en los sacrificios.

Es extranjero aquel que no participa del culto, los dioses de la ciudad por tanto no lo protegen y no tiene derecho de invocarlos no tiene acceso a los templos y su presencia en las ceremonias es sacrilegio.

Emana por tanto de la religión la prohibición de otorgar al extranjero la ciudadanía, Esparta nunca la concedió, Atenas en contadas ocasiones, requiriendo el voto en asamblea de seis mil ciudadanos que fuesen favorables, cifra enorme para una asamblea ateniense y que da idea de la capital importancia concedida a dicha decisión, siendo la razón de tantos no que con el voto de esos nuevos ciudadanos pudiera inclinarse la balanza en determinadas decisiones políticas de interés de la ciudad, sino que al vetar al extranjero, se vela por las ceremonias ya que se consideraba peligroso que pudiese participar en el culto y los sacrificios.

El extranjero al no participar de la religión no disfruta de ningún derecho, las leyes de la ciudad no existen para él , si comete algún delito se le castigara sin forma de proceso judicial pues no se le debía ninguna justicia, sólo cuando la necesidad estableció una justicia para extranjeros fueron necesarios tribunales excepcionales, en Roma el praetor peregrinus, en Atenas el polemarca o sea aquel magistrado encargado de las relaciones con el enemigo como consecuencia de la guerra.

No podían ser propietarios de la tierra, no se reconocía su matrimonio con ciudadanos y los contratos que pudiesen establecer con los mismos no tenían valor jurídico.

Todo esto puede parecer desde el punto de vista actual un sistema vejatorio contra el extranjero, no era el caso, tanto Atenas como Roma dispensaban sincera acogida al mismo ya fuese por razones de índole comercial o política , pero ese interés no podía abolir las leyes antiguas que la religión había establecido, se daba incluso la paradoja de que el esclavo era en sentido legal mejor tratado que el extranjero, ya que el mismo era miembro de una familia y estaba unido a la ciudad a través de su amo, para que el extranjero significase algo ante la ley, para que la justicia pudiera ampararle, debía hacerse necesariamente cliente de un ciudadano, sólo por medio de ese intermediario podía quedar incorporado a la ciudad y participar de beneficios jurídicos.

No era pues suficiente con habitar en la ciudad para quedar sometido a sus leyes y ser protegido por las mismas, era preciso ser ciudadano.

Todas estas disposiciones del antiguo derecho eran de una lógica perfecta. El derecho no había nacido de la idea de justicia, sino de la religión y no se concebía independiente de ella.

Posteriores revoluciones en el pensamiento ideológico de los antiguos fueron modificando este concepto íntimo de ser ciudadano, a través del proceso histórico el objeto jurídico va a perder toda connotación sacra, hasta convertirse en un instrumento útil en las relaciones entre humanos al servicio de la clase dirigente de cada momento histórico.

Para concluir no es objeto de este articulo recrear actitudes de intolerancia o exclusión hacia los colectivos, cada vez mas numerosos, de forasteros dentro de nuestras frontera, ni siquiera de alabar antiguas tradiciones que formaron el génesis de nuestra civilización, pero tampoco tenemos derecho a olvidar la memoria de nuestros antepasados y la forma en la que éstos se organizaron.