martes, 17 de mayo de 2011

LA DEFENSA DE LAS DIFERENCIAS CULTURALES.


Cuando se habla de igualitarismo, con este término se hace referencia a la negación de la existencia de diferencias radicales y sustanciales entre los individuos que componen una sociedad- o, por lo menos, a la voluntad de “eliminarlas”, tanto psicológicamente como en la realidad.
 Entendido en este sentido, el igualitarismo se presenta como una característica constante de las ideologías hoy dominantes y, más bien, constituye quizás el principal hilo conductor que las liga entre sí, haciendo posible la supervivencia del sistema en que, en la actualidad, se encarnan social y políticamente. Sin embargo, existe otra forma de igualitarismo canalizado por estas, no menos importante, con carácter “horizontal” en lugar de vertical: el universalismo.
 Nacido de las grandes religiones monoteístas, siempre reduccionista, siempre intolerante, el universalismo se resuelve en la afirmación de que hay una única “Verdad”, un único ”Bien” válido para todos los hombres y para todos los pueblos, y se manifiesta a través de la incapacidad para aceptar al “Otro” y su diversidad, para comprender que precisamente esta diversidad es la riqueza del género humano (1).
 Para quien acepta este punto de vista, la existencia misma del Otro- que, en concreto, son las otras culturas, las otras tradiciones, las otras civilizaciones- se convierte en algo insoportable, por cuanto representa una absurda persistencia en el “mal”, en la “falsedad”, en el “error”. A partir de ahí, sólo hay dos posibles soluciones para esta molesta situación: o la “conversión” de quien no tiene la misma identidad cultural, o su destrucción, poco importa si llevada a cabo a través de una auténtica política de exterminio, como sucedía en las guerras de religión, o con el medio más sutil del etnocidio cultural, la suerte que hoy amenaza a Japón, a Europa y a los llamados países del Tercer Mundo.
 Por otra parte, hay que aclarar que un decidido rechazo de esta concepción política e ideal no tiene la más mínima necesidad de desembocar en el pacifismo o en el moralismo tercermundista, que colorea, por ejemplo, más o menos hipócritamente, las actitudes de organizaciones como la ONU. Más bien hay que reafirmar que desde siempre la situación geopolítica de un pueblo está determinada por las relaciones de fuerza y que la voluntad de poder es fisiológicamente inherente a toda Cultura que no se haya convertido todavía en una Civilización. Sin embargo, esta forma de imperialismo, la forma, digámoslo así, “normal” y europea en sentido originario, no estaba dirigida en absoluto hacia la destrucción de los otros pueblos, ni mucho menos hacia la destrucción de su identidad, de su “conciencia de sí”.
Al contrario, la existencia de los otros pueblos resultaba en este marco necesaria, ante todo, para definirse distinguiéndose de los otros (“Civis romanus sum”), por tanto, para ejercer sobre ellos la propia voluntad de poder, asumiendo su guía y ligándoles al propio destino, al propio “proyecto”, o, en cualquier caso, midiéndose con ellos.
 El imperialismo cultural, en cambio, no tiene “enemigos”, adversarios a quienes se reconoce el derecho de ser tales y por quienes se puede incluso sentir estima y respeto, sino que conoce solamente, según su más específica caracterización ideológica, “infieles”, “primitivos”, “atrasados”, “bárbaros” a quienes hay que convertir, hacer progresar, reeducar, salvar de su estado- en una palabra: fagocitar y aniquilar, borrar en tanto que son distintos. Cuando uno se sitúa en esta óptica, en la óptica de tener que matar al Otro para salvarlo de sí mismo, se adquiere, entre otras cosas, una aterradora buena conciencia: como se está de la parte de los justos, no existen límites, ni reglas de juego, todo respeto de la personalidad ajena se convierte más bien en una culpable negligencia, en desinterés inmoral con respecto al prójimo que no puede y no debe ser abandonado a sí mismo, fuera de la “Verdad”, de la “Civilización”, del “Progreso”, de “sus derechos”.
El sistema universalista y mundialista que hoy amenaza a todos los pueblos y a todas las culturas ha sido definido de varios modos. Haciendo referencia a la actual fuente central de esta infección, que está realizando una experiencia social de fin de la historia mucho más eficaz que la buscada por el marxismo ortodoxo, se ha hablado de americanismo (2). Otros, ampliando esta definición juzgada como reduccionista, han hablado más recientemente de occidentalismo, de civilización occidental (distinguiendo radicalmente esta última de la civilización europea) (3). En cualquier caso, este es el fruto monstruoso del encuentro entre la cultura europea, de la que ha tomado el dinamismo y el carácter emprendedor, pero a la cual se opone radicalmente, y las ideologías nacidas de la secularización del monoteísmo judeocristiano. Su proyecto es la imposición de una civilización universal fundada en el predominio de la economía, despolitizando a los pueblos en beneficio de una “gestión” mundial, con el objetivo de asegurar en todas partes el triunfo del tipo y de los valores burgueses, al término de una dinámica homogeneizante y de un proceso de involución cultural general.
 Es oportuno distinguir claramente la civilización occidental del sistema occidental, designando con este último la fuerza aplicada a la expansión de la primera. Además, hay que resaltar que el mismo sistema no puede ser descrito en los términos de un poder homogéneo, completamente organizado o constituido en cuanto tal. Este se organiza de hecho mediante una red mundial de microdecisiones, coherente pero inorgánica, tanto más temible porque es difusa, diluida y difícil de captar, que parte de los ambientes de negocios de los llamados países desarrollados, de los estados mayores de un centenar de multinacionales, de un cierto porcentaje del personal político de las naciones “occidentales”, de una parte de los cuadros de las organizaciones internacionales, de las grandes instituciones bancarias, de las “élites” conservadoras de los países pobres. Su fuerza está en la capacidad de la civilización occidental para digerir las contestaciones sociopolíticas de los pueblos colonizados a través de la difusión de un way of life unitario, a través de la imposición de los standard habits. Gritar “Yankees go home” entre sorbo y sorbo de Coca-Cola, escuchando disco-music llevando los Levi’s puestos, significa no entender a qué nivel acontecen ciertos procesos históricos. Así, el sistema occidental, que tiene hoy su epicentro en los Estados Unidos, no es de naturaleza estatal o política en sentido estricto, sino que procede mediante un imperialismo mixto económico-cultural. Estos dos aspectos permanecen ligados ya que el universalismo en el terreno cultural lleva a querer exportar por todas partes el propio modelo basado en el predominio de la economía, mientras, por otro lado, la producción de masas que caracteriza la estructura económica del sistema necesita un consumidor-tipo, indiferenciado, universal, de demandas uniformadas. Sin preocuparse directamente de los estados, de las fronteras, de las religiones, la “teoría de la praxis” del sistema occidental reposa no tanto sobre la constricción o sobre la difusión de un corpus ideológico declarado, como sobre una modificación radical de los comportamientos culturales, orientados hacia el modelo americano.
 Este neocolonialismo “occidental”, como se ha manifestado en todas las partes del mundo, en Irlanda como en Irán, nace esencialmente de la ideología liberal americana, que se ha impuesto con facilidad en las organizaciones internacionales. En la medida en que esta civilización realiza plenamente el ideal americano y en que este último se ha construido sobre un “rechazo de Europa”, su misma esencia es la ruptura con la cultura europea de la que se venga con el etnocidio cultural y la neutralización política.
 Uno de los principales subproductos ideológicos de la civilización occidental es, por otro lado, precisamente la religión de los derechos humanos que constituye el punto de llegada ( así como también de repliegue, después de la caída de las esperanzas y de las perspectivas revolucionarias) de todas las ideologías nacidas del iusnaturalismo y del universalismo, la zona de “síntesis” en que se reencuentran demócratas, liberales, radicales, socialistas, conservadores, new left, etc en torno al discurso occidentalista. Ahora, defender los “derechos del hombre” significa en concreto servir a un complejo coherente de intereses; significa, al servicio de éste, negar los derechos de los hombres y de los pueblos. Si derecho, rigurosamente, significa en sentido subjetivo “facultad garantizada por un ordenamiento jurídico-político positivo de pretender un comportamiento dado de los otros participantes en el ordenamiento y de la comunidad misma hacia sí”, ninguna tutela le puede venir de un punto de vista universalista que apunta exactamente a la destrucción de la civilización y de la cultura de la que surge ese concreto y típico ordenamiento particular.
 Se trata así de destruir las formas políticas y de soberanía características de cada civilización a favor de la democracia, destinada a integrar a los pueblos en la civilización (y en el mercado) occidental. Esto no sucede obviamente de manera indolora, al chocar generalmente esta operación con tradiciones arraigadas a nivel incluso etnobiológico. La introducción formal de un sistema democrático que ha ido a implantarse sobre una precedente estructura política anarco-tribal milenaria, por ejemplo, ha iniciado en África central la época de las masacres y de los genocidios, de los Bokassa y de los Amin Dada, en base a una serie de conceptos que en la mayor parte de las lenguas africanas no son ni siquiera traducibles, poniendo en crisis un sistema a su modo equilibrado. La civilización occidental, así, ha instituido la peor esclavitud y ha asesinado la primera de las libertades, la que consiste para un pueblo en gobernarse según su propia percepción del mundo.
 El mismo discurso “fraternal” de la ayuda al desarrollo del Tercer Mundo muestra irregularidades demasiado importantes. Esta noción presupone que los pueblos del Tercer Mundo tienen necesariamente que seguir el mismo camino de los países “desarrollados” hacia la industrialización.
 Por otra parte, se ha demostrado varias veces que el mismo “nivel de vida global” de los países “en vías de desarrollo”, que son considerados ya como casi “desarrollados”, resulta a menudo mucho menos elevado que el que habían alcanzado tradicionalmente. Inversamente, el nivel de vida global de los países más “pobres” es sin excepción superior al que quieren hacer creer las cifras de los economistas occidentalistas. Hasta hoy, los únicos verdaderos beneficiarios de la industrialización de América latina han sido los EEUU. Pero no es tanto la industrialización misma lo que hay que criticar, como la forma de esta industrialización, librecambista y servilmente imitativa del modelo americano, cuyos efectos se revelan hoy desastrosos. 
Así, hemos entrado en la era de la guerra cultural: “La guerra clásica apuntaba al corazón para conquistar, la guerra económica tradicional apuntaba al vientre para explotar y enriquecerse, la guerra cultural ataca a la cabeza para paralizar sin matar, para conquistar a través de la putrefacción, para enriquecerse con la descomposición de las culturas y de los pueblos (4).
 Aliados de Europa, la víctima más ilustre de esta agresión, son hoy en todo el mundo los movimientos etnonacionales. De África a Méjico, de China al renovado mundo islámico, hoy estamos ligados por intereses históricos y de supervivencia a este movimiento de redescubrimiento y defensa de la propia identidad cultural y de la propia economía política.
 Superar política y psicológicamente el atlantismo y el occidentalismo es el primer paso para liberarse del monolingüismo anglosajón, de la religión de los derechos del hombre- cuya propaganda es realizada por las llamadas ligas por los derechos humanos y por las varias Amnistía Internacional- del american way of life, del sometimiento a las corrientes culturales americanas, de las ideologías democráticas y universalistas, del conductismo social, de la primacía de la economía sobre la política.
 Hoy, a la lógica del desastre y al movimiento entrópico de la guerra cultural americana y occidental, Europa debe oponer su propia voluntad de vida y de poder, su propio derecho a la diferencia y a la identidad cultural.
 
Stefano Vaj

 Notas:

(1) Cfr. Alain de Benoist, Les idées à l'endroit, Editions libres Hallier, París 1980 (trad. italiana Le idee a posto, LEdE-Akropolis, Roma 1983). Véase también del mismo autor “ L'idea nominalista. Fondamenti di un atteggiamento verso la vita" en l'Uomo libero n. 7. 

(3) Cfr. Guillaume Faye, «Pour en finir avec la civilisation occidental» en Eléments n.34. (http://www.grece-fr.net/textes/_txtWeb.php?idArt=387)
 
Texto original publicado en: L'uomo libero