La economía ha cobrado hoy día una importancia poco usual en otras épocas. Mírese cualquier gran urbe y se comprobará que las principales calles y plazas están ocupadas por bancos. Esto no es sino una consecuencia de la visión economicista del mundo que hoy impera en todo el globo. Como ha recordado el politólogo John Gray en el diario La Razón, «tanto el marxismo como el neoliberalismo son herederos del dogma central del positivismo, que afirma que por medio del crecimiento del conocimiento científico la humanidad podrá liberarse de los inmemoriales males de la guerra y la escasez y alcanzar un mundo sin conflicto. Naturalmente, el primero pretende alcanzar este estadio mediante la planificación económica y el segundo por el mercado libre, pero ambos coinciden en su determinismo tecnológico, en su desprecio de valores como la religión o la nación, que no consideran significativos, en su perspectiva dominadora de la naturaleza...»(1).
A este respecto, la caída del muro de Berlín ha conseguido subsumir en un mismo proyecto ambivalente las ideas fuerza del proyecto marxista y del proyecto neoliberal de los que habla Gray. El supuesto previo es que el hombre, como criatura enteramente material tiene necesidades exclusivamente materiales. En consecuencia, la satisfacción de esas necesidades materiales pasa por la conquista de la naturaleza y su sometimiento al hombre. Ésta es la base del actual proyecto político e ideológico de Occidente. Así, mientras que el bienestar material es irrenunciable, la dimensión espiritual o es negada tajantemente o se relega a una mera función de los condicionantes materiales del momento. A lo sumo, queda en una mera apreciación subjetiva, sólo reivindicable en la esfera de lo privado que, precisamente por ello, pierde todo prestigio a la hora de intentar influir en la sociedad. La visión materialista, por el contrario, es considerada como tácitamente «evidente» en todo el ámbito político y social.
Es necesario recalcar que no todos los modelos económicos son posibles bajo cualquier paradigma antropológico y cultural; más bien, el modelo económico actual es consistente con una cierta visión del mundo. Sentado este supuesto, hoy sería impensable, por ejemplo, un modelo que implicara vivir más modestamente para no incurrir en el dogma del crecimiento ilimitado o para que la gente fuera menos dependiente de la posesión de bienes materiales. Muy al contrario, la «emancipación» ilustrada, libre de los condicionantes de la trascendencia y del orden cultural, histórico e incluso nacional, concibe un individuo al que nada está vedado. La libertad sin restricciones de un individuo es determinable sólo por el grado de bienestar material, e implica que, en primer lugar, cualquier estrategia dentro de la ley –no de la moral- es legítima para alcanzar ese bienestar y, en segundo lugar, que es necesario que todos los hombres se integren en esta doble perspectiva de libertad sin restricciones y progreso económico.
Ahora bien, surgen algunas preguntas inevitables: en primer lugar ¿cómo funciona el aparato económico del proyecto occidental?; en segundo lugar, ¿cuáles son sus consecuencias?, y por último ¿cuáles son sus alternativas si es que realmente las hay? Estas son las cuestiones que vamos a intentar dilucidar en las páginas siguientes.
La doble naturaleza del dinero.
Hasta casi principios del siglo XX, la humanidad vivió dependiente de las riquezas naturales –concretamente del oro- como medio único de prosperidad. El oro era el respaldo natural de la moneda y ésta era lo que hacía la riqueza de un país. A principios de los años 30, por razones que escapan a este artículo, desaparece el patrón oro y se inicia una de las mayores revoluciones de todos los tiempos. La idea misma de «dinero» había de cambiar profundamente. A partir de entonces, la doble naturaleza del dinero sería un concepto fundamental sobre el que se edifica toda la construcción del aparato técnico de la economía moderna: el dinero como dato y el dinero como variable. Como dato, el dinero sirve a la mayoría de la gente que gana un sueldo. Cuanto más gane en relación a una unidad de trabajo mejor le irá. Cuando el dinero se comporta como variable la situación es otra: un billete de cinco euros que sale de la Unión Europea y viaja a Tokio vale diferente que si el viaje es, por ejemplo, a la República Sudafricana. Pese a que el euro es una moneda fuerte apreciada en todo el mundo, en algunas partes del mundo es más apreciada que en otros y, por lo tanto, en los sitios donde es más apreciada su valor es mayor. Como explica el economista Manuel Funes Robert, uno de los pocos heterodoxos en la nomenclatura monolítica de la economía actual, «hasta los años 30, la moneda era una cantidad de oro con un nombre dado, acuñada en cada país, y con convertibilidad asegurada por la naturaleza de esa cosa, de cuya naturaleza derivaba una aceptabilidad sin coacción. Hoy, como moneda papel, vale esta definición: ‘Denominación que se incorpora a un documento que se fabrica por decreto, y que contiene una orden de pago con cargo al producto social’. No es cosa, y menos valiosa: si la esencia es la orden de pago, a nadie se le ocurrirá poner condiciones al papel o materia en la que se redacta una orden. Lo esencial para que el documento ‘valga’ es que la orden se cumpla. El cumplimento se asegura por el orden coactivo del Estado que impone el curso a la aceptabilidad forzosa de esas órdenes (del Estado... no de los demás estados). Vista la moneda como orden, el respaldo carece de sentido. Pero la orden plantea el tema del alcance de la misma: de la frontera no puede pasar esa validez, al menos en términos literales. Lo que desde el interior se ve como orden, desde el exterior, por no ser obligatorio cumplir con la misma, se verá como cosa. En el orden internacional se refugia y reaparece –es idea fuerza de este libro- el dinero como cosa, con un valor nacido del que tiene allí donde la orden puede ser efectiva. Un valor... variable: éste es el gran problema»(2).
Esta doble naturaleza del dinero implicaba en su origen, al menos en potencia, que un pueblo no se vería condenado a la pobreza por el hecho de no disponer de reservas de oro. Bastaba con que su gobierno, a través de su Banco Central emisor, manejara hábilmente la capacidad de imprimir el dinero que la comunidad necesitaba para efectuar sus intercambios. Si el respaldo en oro carece de sentido desde los años 30 y queda a la capacidad discrecional de los Estados el controlar la masa monetaria en circulación, es evidente que la actividad económica no puede darse si dicha masa monetaria no es suficientemente abundante. Del mismo modo, una masa monetaria abundante es capaz de solucionar los problemas de escasez y pobreza que secularmente afligían al género humano. Desgraciadamente, esta disyuntiva iba a resolverse por el camino equivocado. Sin embargo tuvo un efecto cierto: dividió el mundo entre dos colectivos irreconciliables, los que viven del dinero como objeto de comercio –para tener y mover dinero- y los que viven del dinero como medio de cambio por bienes y servicios en la economía real. Los que viven de las monedas –cuantas más mejor- y los que viven de la moneda en abstracto, es decir, los que necesitan que el dinero sea caro y escaso para que el que ellos tienen valga más.
El primer grupo, francamente minoritario, han comenzado desde entonces una lucha por la hegemonía planetaria.
La batalla de las ideas.
Con la caída del patrón oro la clave de la economía iba a ser la lucha por la política monetaria. Los Estados modernos podían adoptar dos estrategias diferentes: bien proporcionar suficiente financiación para garantizar el crecimiento económico general y que todos los miembros de la comunidad se incorporasen a la producción económica, o bien convertir el dinero en un factor escaso y caro. Tras la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción europea se pudo llevar a cabo merced a un programa de abundante oferta monetaria, bajos tipos de interés y fuertes inversiones del Estado, que proporcionaban financiación abundante en sectores estratégicos del crecimiento económico. A partir de 1973 y de la crisis del petróleo, por motivos estrictamente políticos e ideológicos, fue adueñándose de los centros económicos un discurso que hoy no admite fisuras. Este discurso, de apariencia económica pero poco discutido en sus planteamientos económicos reales, descansa en unas cuantas afirmaciones no cuestionadas. Así, la razón de ser de la política económica consiste en controlar la estabilidad de los precios, como declara hoy abiertamente, por ejemplo, el propio Banco Central Europeo. El mal fundamental que produce inestabilidad en los precios es la inflación. Por eso el Estado debe de abstenerse de inyectar dinero en el sistema, dado que, si bien no puede restringir la libertad económica de bancos, cajas y agentes financieros, el dinero del Estado es la principal causa de inflación. Así las cosas, la financiación debe venir exclusivamente del ahorro o de la inversión extranjera. No hay alternativas. Por lo tanto, es necesario que el Estado no gaste más de lo que recibe y, por si sufriera la tentación de cambiar de idea a este respecto, es necesario que el Banco Central, esto es, la propia soberanía monetaria, quede en manos «independientes». Bajo este nuevo escenario, cuando el Estado pide dinero a su Banco Central ya no se lo está pidiendo a sí mismo –de manera que el concepto de «deuda» carezca de sentido- sino que se lo pide a un órgano al margen del control político –y en realidad democrático- que pase lo que pase vela por el mantenimiento de la estabilidad de los precios y, en consecuencia, vela también por un déficit público igual a cero y por la ausencia de inflación. Para mantener este escenario es necesario que el dinero sea escaso y caro y en consecuencia, es necesario que la masa monetaria se restrinja a todo trance, bien mediante instrumentos como alzas de los tipos de interés, de los impuestos o bien sencillamente no emitiendo dinero.
Por último, la «flexibilización» del mercado de trabajo vendría a juzgarse imprescindible para lograr el pleno empleo, de manera que «estabilidad de los precios», «déficits presupuestarios nulos» y «flexibilidad laboral» constituyen la trilogía irrenunciable del fundamentalismo liberal hoy.
Pero en este planteamiento no hay una sola idea acertada. En primer lugar la inflación –medida a través del IPC- no es siempre negativa pese a que nuestros economistas consideran que debe ser combatida permanentemente. El IPC mide el poder adquisitivo de las monedas cuando lo que interesa es el de las personas, capacidades que no sólo se mueven paralelamente sino que lo hacen en sentido contrario: hace 30 años la mayor parte de la población tenía un único coche que valía mucho menos que hoy día, cuando la mayor parte de las familias tienen dos y hasta tres coches. Envileciéndose secularmente la capacidad de las monedas, crece secularmente la capacidad de compra de las personas. Además, la restricción monetaria por medio de la subida de tipos de interés –lo más habitual- o de cualquier otro dinero a fin de «combatir la inflación» y por ende para reestablecer los precios, puede producir exactamente lo contrario de lo previsto. En un escenario expansivo en el que la gente dispone de mucho dinero para adquirir lo que desea, la demanda puede crecer por encima de la oferta real y generar inflación. Únicamente en este escenario, y sólo en éste, una subida de tipos puede efectivamente restringir el gasto de las personas.
Sin embargo, si la situación no es expansiva porque la masa monetaria está restringida, la subida de tipos conseguirá que la gente se vea en apuros para conseguir productos de primera necesidad de manera que bajará la demanda general hasta que los vendedores, para asegurarse beneficios que a lo mejor no llegan y amortizar las inversiones rápidamente, suben los precios uno tras otro. Los que prestan dinero suben así mismo los intereses para reducir los riesgos inherentes a la falta de líquido en manos del público. Los que necesiten dinero para comprar lo realmente necesario seguirán pidiendo préstamos aunque les cuesten más pero repercutirán a su vez ese aumento de los costos en su propia producción o en su propia mano de obra. He aquí un escenario de inflación en el que el alza de tipos de interés y la escasez monetaria contribuyen, no a bajar, sino a disparar la inflación.
Inflación-expansión e inflación-recesión son cosas, como se ve, enteramente distintas y además con una salvedad esencial. La disminución de la masa monetaria en relación a la producción, dentro de un escenario de inflación recesión, acaba generando más inflación tal y como hemos visto pero también la concentración de capital en manos de prestamistas y la derivación del dinero hacia los circuitos especulativos, ya que solo en éstos es posible, en época de carestía del dinero, obtener beneficios.
Respecto a los «déficits» públicos, son combatidos con razones plenamente convergentes con el ideal de hacer el dinero escaso y caro, en beneficio de los que buscan esa escasez y esa carestía. La financiación creciente de la sociedad, en el pasado imposible, es hoy una realidad que ha quedado congelada con argumentos como los que aquí combatimos. Así, la razón de ser de los Institutos Emisores es la de crear dinero de la nada, que es el origen del dinero moderno. Este dinero aparecerá como «déficit» si se adopta la contabilidad privada para algo que es esencialmente sector público. En la contabilidad privada no se pueden crear activos sin contrapartida de manera que la condena de los supuestos «déficits» congela la oferta monetaria e impide la posibilidad de financiar crecientemente la sociedad. La ideología dominante, como ya hemos dicho, se ha cerciorado de que esto sea efectivamente así, concediendo a los bancos centrales la independencia respecto del poder político. Pero nuevamente todo esto es una decisión política, no económico-técnica.
Así mismo, la «flexibilidad» se basa en el mismo fin inconfesable de servir a los que viven del dinero como objeto y no como medio. El argumento liberal es que el empresario no creará puestos de trabajo si no hay flexibilidad y, en el caso de que las cosas vayan mal o el trabajador no responda, no pueda volver sobre sus propios pasos. Así, a más flexibilidad mayor creación de empleo. Sin embargo, en una economía interrelacionada, cada despido es un despido del cliente del de al lado. La congelación salarial que muchos empresarios reclaman produce el mismo efecto, al detraer potencial de compra al cliente del empresario de al lado. La flexibilidad produce una guerra encubierta por quitar clientes a los demás, de manera que sería más útil conseguir que el empresario no tuviese ningún deseo de despedir antes que intentar resolver sus problemas despidiendo a todos. ¿Cómo suprimir ese deseo? Mediante el principio de financiación creciente –financiación barata y abundante- que, como dice el mencionado economista Manuel Funes Robert, es en general condición necesaria y suficiente para la marcha de una economía basada en el consumo. A este respecto, cuando se aduce que en los Estados Unidos se da la mayor flexibilidad y la mayor creación de empleo, no se repara en que la flexibilidad es consecuencia de la creación de empleo y no al revés.
En conclusión, los tres soportes del fundamentalismo liberal convergen en el apoyo a una elite que ha privatizado a nivel mundial la función económica. Hacia esta situación ha evolucionado el escenario de la economía occidental tras la Segunda Guerra Mundial, siempre gracias al discurso económico ortodoxo. Un discurso económico ortodoxo que tiene por función principal asegurar la concentración de capitales en manos de prestamistas y especuladores, entendiendo por «especuladores» no sólo las actividades de trasvase de capitales a través de las fronteras, sino también las actividades de deslocalización de fuerza-trabajo que practican las grandes empresas multinacionales.
El triunfo del capital especulativo.
La economía moderna descansa en el supuesto de que los Estados no deben nunca emitir dinero, influyendo así sobre la masa monetaria en circulación o, lo que es lo mismo, en una gigantesca privatización de la emisión de dinero. De este modo, con una masa monetaria artificialmente contenida, puede incluso compatibilizarse un escenario de tipos de interés relativamente bajos, en los que la inflación y la recesión sean de por sí suficientes para bombear capital a manos de prestamistas y especuladores. Ahora bien ¿Qué debe entenderse por «capital especulativo»? ¿Qué relación guarda con el «capital prestamista»?
Por «capital especulativo» se ha entendido tradicionalmente aquel dinero que produce beneficio sin pasar por ningún elemento productivo. Un ejemplo claro de este fenómeno es la célebre expulsión de la libra esterlina del Sistema Monetario Europeo por el multimillonario George Soros. La idea era sencilla: en septiembre de 1992 Soros se percató de la tendencia bajista de la libra esterlina frente al marco y decidió aumentar dicha tendencia al vender libras esterlinas para comprar marcos. Los analistas recogieron una tendencia bajista acrecentada por la maniobra de Soros y el pánico se desató. Cuando la libra había bajado tanto que resultó expulsada del Sistema Monetario Europeo entonces en vigor, Soros vendió sus francos suizos, sus dólares y sus marcos para comprar millones de libras esterlinas. Con ello ganó una fortuna colosal. Soros repitió la acción en la segunda mitad de 2003 pero esta vez contra el dólar estadounidense y con la ayuda de su amigo Warren Buffet, de la sociedad de inversiones Berkshire Hathaway.
Sin embargo, no es ésta la única manera de especular. La naturaleza del capitalismo transnacional ha conseguido hacer del propio trabajo un elemento más del ciclo especulativo. No podía ser de otro modo: una vez considerado el trabajo como una simple mercancía, es lógico querer obtener el máximo de beneficio por su venta. A fecha de hoy, la economía mundial se ha vuelto más dependiente del precio de la mano de obra que del precio del petróleo. Esto lo demuestra el hecho de que el precio del barril de petróleo a 70 dólares no ha disparado la inflación en todo el mundo. Por consiguiente las grandes multinacionales buscan abaratar los costos de la hora de mano de obra así como otros costos relacionados como la seguridad social o las indemnizaciones por despido. La denominada «deslocalización» –en inglés «outsourcing»- implica una exportación de horas de trabajo que, al cruzar la frontera multiplican por cinco o por diez su valor. Esta especulación sobre el trabajo –y más concretamente contra el trabajo de los trabajadores del primer mundo- se instala en nuestras sociedades poco a poco, ejerciendo una verdadera extorsión sobre los asalariados y sobre la propia política social diseñada por el Estado.
Por ejemplo, a finales de noviembre de 2005, la célebre empresa Delphi Corporation, fabricante de componentes para la industria automovilística, planteó a sus trabajadores la reducción de sus salarios en dos terceras partes, consiguiendo así una de las concesiones salariales más radicales que se haya jamás solicitado a trabajadores sindicados. Casi de manera simultánea, los trabajadores de la General Motors aceptaron financiar «provisionalmente» de sus bolsillos miles de dólares relacionados con sus coberturas de salud y los empleados de Ford y Daimler Benz se enfrentaron a similares exigencias. Los recortes vienen acompañados de reducciones en derechos adquiridos. A este respecto, la Kaiser Family Foundation y el Health Research and Educational Trust informaron a finales de 2005 de que en los Estados Unidos solamente un 60% de las empresas ofrecen a sus empleados una cobertura de salud, un retroceso evidente comparado con el 66% del 2003 y el 69% del 2000. Los empleadores requieren mayor productividad de los trabajadores con el mismo salario.
Incluso cosas como el derecho de huelga están quedando cada vez más en entredicho: cuando en el verano de 2005 los mecánicos de la estadounidense Northwest Airlines Corporation hicieron huelga preventiva para bloquear la baja de sus salarios en un 25%, la compañía los reemplazó inmediatamente(3).
La erosión de las políticas sociales –o «flexibilización» en el argot del discurso dominante- equivale en realidad a la destrucción de la esfera competencial del Estado como expresión genuina de su soberanía y de su razón de ser. Esta lucha contra los Estados-nación como valladar esencial contra la agresión del capital global, ha sido puesta de manifiesto por autores que colaboran en publicaciones del máximo nivel. Michael Mandel y Richard S. Dunham escribieron un trascendente artículo en BussinessWeek titulado «¿Quién puede dirigir esta economía?» y lo subtitularon «las fuerzas de la globalización han tomado el control de la economía. Y el gobierno, independientemente del partido, tendrá menos influencia que nunca». Según estos autores, desde enero de 2004 hasta noviembre de 2006, la Reserva Federal de los Estados Unidos ha subido los tipos de interés 17 veces con la esperanza de «cohibir» las compras de inmuebles y disminuir así la burbuja inmobiliaria en aquel país. Pero según Mandel y Dunham, aunque el célebre Fed intentara recortar la disponibilidad de dinero, «el comercio exterior es quién marca la diferencia»(4). El resultado es que los bonos del gobierno a 10 años quedaron, tras las 17 subidas, al 4.6%, exactamente el mismo precio en que estaban en enero de 2004. Y es que «en el mundo feliz de la economía global», ni las enormes reducciones fiscales del presidente Bush, ni la bajada de los tipos de interés, ni siquiera la inversión en investigación y desarrollo –un mantra repetido ad nauseam por la nomenclatura liberal- pueden compensar la progresiva disminución de los salarios que supone la deslocalización de capitales a China e India. En palabras de Robert S. Shapiro, ex asesor económico del presidente Clinton y hoy consejero de una consultora económica de Washington «las políticas tradicionales macro ya no son tan efectivas como solían» y añade: Ya no sabemos cómo asegurar la creación de puestos de trabajo y el aumento de los salarios».
La situación es tan trágica que incluso aparecen liberales sensatos como Jeff Faux, del así mismo liberal Instituto de Política Económica, que nos dice que «la era en que dábamos por supuesto que el aumento en la inversión en I+D generaba automáticamente un crecimiento en la economía doméstica se ha acabado». Mandel y Dunham ponen un buen ejemplo: «A pesar del desembolso norteamericano de 125.000 millones de dólares para investigación médica durante los últimos 5 años, los EEUU mantienen un déficit comercial enorme y creciente en bienes médicos y biotecnológicos avanzados».
Ya ni siquiera el ahorro sirve para asegurar el crecimiento económico doméstico. Según James S. Poterba, un economista del MIT nombrado por el presidente Bush para su comisión de reformas fiscales de 2005, «si Joe en Pittsburg ahorra, no podemos decir que con ello beneficiamos a esta fábrica de Harrisburg. Los empleos que generemos pueden estar en otro lugar». Por ejemplo en el sudeste asiático.
Como se desprende de todo esto, el auge del capital especulativo en todo el globo ha rebasado desde hace tiempo su masa crítica en el sentido de que ya está en condiciones de disputar el poder sobre las decisiones económicas a los Estados-nación. Según afirma el profesor Eduardo García Cuenca, catedrático de economía aplicada de la Universidad de Granada, la globalización del capital financiero, que «ha despertado un flujo constante de capital financiero de carácter especulativo que se mueve de un país a otro en plazos muy cortos, aprovechándose de los cambios constantes del precio de la moneda». Este autor estima que en cuatro días de transferencias bancarias internacionales, resultado de las transacciones de divisas, se manipula más dinero que toda la producción creada por la economía de Estados Unidos en un año o por la economía mundial en un mes(5).
La lucha contra el Estado-nación.
El principal enemigo de ese capital internacional apátrida, expresión paradigmática de una economía totalmente subvertida, son los Estados-nación. En plena coherencia con los intereses del capital, el modelo occidental ideal aspira a la plena movilidad de capitales, mercancías y personas, aún por encima del poder de los estados. Estas tres movilidades son –nos dicen- la consecuencia lógica de la libertad, de manera que al imponerse la libertad en todo el globo, como aspiración legítima de todo el género humano, dichas libertades deberían imponerse consecuentemente a nivel planetario. Esta triple libertad es, en consecuencia, plenamente coherente con el modelo mundializador. No olvidemos que el proyecto occidental es un proyecto planetario derivado del ideario Ilustrado del siglo XVIII que consideraba una racionalidad única para toda la humanidad.
Sin embargo, a fecha de hoy, el Estado-nación, que por esencia mantiene unas fronteras y una soberanía cuyo fin único es teóricamente el bien común, conserva aún parte de su poder, de manera que es del máximo interés para el capital global que el Estado-nación se erosione. Como además el Estado-nación está vinculado en mayor o menor medida a realidades de carácter étnico, histórico, lingüístico o religioso, el capital global, como vanguardia del proyecto Ilustrado, tiene interés esencial en destruir y nivelar estos factores que dificultan la estrategia de imposición del mercado global. De ahí que en todo el mundo, las fuerzas de la globalización lleven aparejadas un proceso de «desnacionalización» de los pueblos.
No queremos, sin embargo, que el lector interprete esta afirmación en clave marxista, como si la lucha ideológica por la desnacionalización fuera la superestructura de la correspondiente infraestructura económica. Muy al contrario, la nueva economía global es una expresión más de la visión del mundo ilustrada. Tras la visión económica de la modernidad subyace toda una antropología que niega al hombre la trascendencia y que, precisamente por eso, se enfrenta a la idea del mundo como orden -kosmos- que el hombre debe respetar pero nunca interpretar para amoldar a sus intereses exclusivos. La «desnacionalización» impulsada por el proyecto globalizador es sólo la expresión de los esfuerzos por imponer la «emancipación» del hombre –el «dogma central del positivismo» del que hablaba Gray al principio de este artículo- a todo el planeta, pero lo nuclear es la cosmovisión, no los «intereses de clase». La discrepancia esencial entre nuestra crítica y la marxista es el rechazo o la aceptación de la visión económica y material del hombre.
Un ejemplo paradigmático de los esfuerzos del capital global lo constituye la inmigración. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la «descolonización» se inició un proceso de inmigración de gentes venidas de las excolonias a la metrópoli. Esto ha sucedido en todos los antiguos imperios pero la presencia de inmigración en países como EEUU o Alemania, sin un pasado colonial al estilo británico, muestra que la inmigración es más bien un producto de una determinada concepción económica. España no es una excepción y se ha puesto al nivel de los demás países europeos en tan solo 10 años. Según el último padrón municipal del Instituto Nacional de Estadística de abril de 2006, España tiene 43,97 millones de habitantes, de los cuales 3,69 millones son extranjeros, lo que supone el 8,4 por ciento del total de empadronados. En los últimos 7 años, España ha multiplicado por 5 el número de extranjeros. ¿Qué repercusiones tiene esto en la economía nacional? Según el discurso ortodoxo, resulta positivo en extremo, ya que los inmigrantes suponen un tanto por ciento creciente del PIB interior.
En realidad, la inmigración supone una colosal agresión al Estado de bienestar construido por las generaciones anteriores. Según explica el neoliberal Juan José Toribio «desde hace una década, todo gobierno europeo que se precie, viene indicando su voluntad de flexibilizar las estructuras del mercado de trabajo en el territorio de su jurisdicción. Después no hacen casi nada al respecto, salvo algunos pequeños retoques legislativos, de cara a la prensa, y que inmediatamente suscitan protesta de las cúpulas sindicales, tan cómodamente instaladas en los subsidios del Fondo Social Europeo. Todo según una liturgia política preestablecida. Pero, guste o no al nacionalista, sindicatos u otros colectivos de regresión social, se viene produciendo en toda la UE una auténtica revolución liberalizadora de los mercados laborales, que progresa, no a golpe de decreto, sino merced al impulso que recibe de un imparable flujo migratorio. Bienvenida sea, pues, una inmigración que así nos despierta»(6).
Además, según concluyó el pasado mes de octubre el estudio España 2020: un mestizaje ineludible del Instituto de Estudios Autonómicos de la Generalitat de Cataluña, España requerirá al menos cuatro millones de inmigrantes más en edad laboral -entre 16 y 64 años- en 2020. Para el director del proyecto, Josep Oliver, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), ésta es la cifra mínima de inmigrantes necesarios si la economía continúa evolucionando como ha hecho en la última década.
De estos dos autores se deduce, primero, que el flujo inmigratorio supone una «flexibilización» del mercado de trabajo y, segundo, que esta erosión del mercado de trabajo va a continuar con la llegada de más inmigrantes. Sólo el cinismo puede presentar como una «necesidad de inmigrantes» lo que no es más que una estrategia de dominio del capital global. Pero ¿es cierta la gran contribución de los inmigrantes al PIB? Indudablemente, todo el que trabaja, produce y cotiza a la Seguridad Social contribuye en uno u otro modo al PIB. Si embargo, puede ocurrir –como sucede con mucha frecuencia- que la aportación del inmigrante a un puesto de trabajo sea claramente rentable no sólo por el trabajo en sí, sino también por la reducción del salario. No digamos ya en el caso de inmigrantes ilegales que no disfrutan de prestaciones sociales.
A este respecto, el informe del Servicio de Estudios Económicos de la fundación BBVA sobre inmigración y transformación social en España explica que la mano de obra inmigrante «favorece la moderación salarial», por exceso de oferta, y «facilita la contención de precios»(7). Pero además, no todo el salario que ganan los inmigrantes se queda en el país de acogida. Los trabajos de los inmigrantes son menos rentables de lo que parece para la economía nacional porque buena parte de los salarios que podrían incorporarse al consumo interno se van fuera de nuestras fronteras. En el caso de España, según puede leerse en El País, «las remesas de los inmigrantes se han convertido en un pilar de varias economías latinoamericanas, hasta representar una quinta parte del PIB de Haití, El Salvador o Nicaragua, y una media del 2,5% de la economía del subcontinente»(8). El Real Instituto Elcano, en su Anuario de América Latina 2004-2005, dice que las remesas hacia Latinoamérica se han multiplicado por 20 desde 1985 y son «el elemento más dinámico» de la región(9). Según este mismo informe, este fenómeno, que hace años era exclusivo de los inmigrantes mejicanos en los Estados Unidos, se ha generalizado a toda América con la excepción de las economías de Chile y Venezuela.
Sorprendentemente, la inmigración como herramienta de sostenimiento del mercado de trabajo es complementaria de otro fenómeno casi exclusivamente occidental: el invierno demográfico. Con la caída de la tasa de natalidad y el dogma discutible –pero nunca discutido- de que la economía debe estar en perpetuo crecimiento, hace falta mano de obra que sostenga dicho crecimiento. El resultado es que, quiérase o no, la inmigración viene a sustituir a los nativos que jamás se incorporaron –por no haber nacido- al mercado de trabajo. Naturalmente los recién llegados no lo hacen en las mismas condiciones de prestaciones sociales que sus colegas nativos.
Este patrón, que relaciona la política de natalidad con la inmigración, ha podido inferirse a partir de la propia experiencia estadounidense. Según explica Steven W. Mosher, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, dijo ante el Congreso, el 17 de febrero del 2000, que deseaba aumentar la cuota anual de la inmigración en 130.000 personas(10). Decía Greenspan que, «debido a que hemos creado una economía cada vez más compleja, sofisticada y acelerada, creo que sería una política relevante la necesidad de tener la habilidad de traer recursos y personas del extranjero para mantenerla funcionando». Greenspan temía que una aguda escasez de trabajadores de alta tecnología entorpeciera la economía, impidiendo un ulterior crecimiento. Pero la escasez de trabajadores en Estados Unidos fue creada en parte por las políticas antinatalistas puestas en marcha a finales de los años 60. Hacia 1970, los medios de comunicación norteamericanos afirmaban que el problema más urgente del planeta era la sobrepoblación. John D. Rockefeller, Presidente de la Comisión sobre el Crecimiento Demográfico y el Futuro de Estados Unidos, consiguió que el gobierno del presidente Nixon actuara para reducir la tasa de crecimiento de la población estadounidense. El Congreso aprobó la Ley de Servicios de Planificación Familiar, que autorizó el suministro de $382 millones para los programas de planificación familiar y que más tarde Nixon convirtió en ley con su firma.
El principal argumento de Rockefeller era que toda tasa de natalidad por encima del reemplazo demográfico constituía una amenaza para «la vitalidad de las empresas»(11). En 1977 la tasa de natalidad de Estados Unidos estaba ya por debajo del reemplazo demográfico y la escasez de trabajadores era ya un hecho, pese a lo cual continuó la campaña antinatalista auspiciada por el congreso(12).
Así mismo, en plena coherencia con el proceso de desnacionalización que el capital necesita, se encuentra la campaña mundial para desacreditar las diferencias genéticas entre los humanos como carácter distintivo de los pueblos, que cuenta con el amparo de ciertos medios de comunicación(13). Otras estrategias como la propaganda a favor del «mestizaje» o la «diversidad» son plenamente coherentes con el proceso de desnacionalización como estrategia de dominio, del que venimos hablando en este epígrafe.
Algunas ideas como solución.
La economía sin restricciones conduce paradójicamente a la esclavitud, como hemos visto más arriba, y el resultado es el dominio de una pequeña elite cuya fraseología democrática contrasta vivamente con su papel distante del pueblo.
En una época donde hasta para elegir una comisión de padres en un colegio de pueblo se recurre a la «democracia» y donde el propio término «democracia» se ha transformado en una palabra tótem de cuya bondad no es posible dudar, ciertas elites construyen una telaraña de poder al margen de cualquier control democrático imaginable.
No nos cansaremos de repetir que este fenómeno, de tintes auténticamente siniestros, es la manifestación de una determinada visión del ser humano, cuyos efectos han de ser contrarrestados desde otra visión de signo contrario. A este respecto, los parches y los compromisos traerán a medio y largo plazo más de lo mismo.
Así las cosas, un pequeño artículo no es el lugar adecuado para tratar un tema tan complejo, pero sí podemos decir algunas directrices de carácter general que deberán respetarse so pena de convertir en inútil cualquier esfuerzo. En primer lugar, sólo una visión trascendente del ser humano puede fundamentar la existencia de un orden que debe ser respetado y en el que hay que insertarse. No existe razón ni está escrito en ningún sitio que un sistema económico deba crecer siempre –menos aún si lo recursos de los que el mundo dispone son limitados- ni tampoco la razón principal de la economía es el lucro del capital transnacional o el beneficio del capital prestamista o especulador. La única razón de ser de la economía es garantizar al pueblo los medios de vida materiales suficientes para que sus miembros puedan llevar una rica vida espiritual. La economía como garantía del puro hedonismo no es un objetivo recomendable.
Es necesario antes que nada establecer los fines últimos del sistema económico antes de adoptar las medidas necesarias para revertir la situación a su justo lugar. Nada debería emprenderse antes de acometer esta tarea. La prédica marxista, virulentamente anticapitalista pero poseída en su raíz de la misma concepción economicista del hombre, conduce a situaciones muy semejantes pese a partir de supuestos aparentemente distintos.
En el orden exclusivamente práctico, algunas medidas son irrenunciables a efectos de acabar con la siniestra terna liberal de «estabilidad de los precios», «déficits presupuestarios nulos» y «flexibilidad laboral».
Así, resulta imprescindible retomar el control político de los bancos centrales y ponerlos al servicio de una política monetaria que no sea ni expansiva ni justo lo contrario, sino a medida de las decisiones de orden político que se consideren de acuerdo con el fin más arriba expresado. En general, una política de financiación barata y abundante es condición necesaria y suficiente para asegurar un nivel saludable de actividad económica, único parámetro macroeconómico verdaderamente relevante. Es necesario asumir que la emisión de dinero por parte del Estado es una decisión exclusivamente política.
Así, inflación y déficit deben verse como efecto y no como causa de un aumento del PIB. La espiral ascendente precios-salarios repercute más en la moneda que en las personas pero la espiral descendente producción-empleo repercute más en las personas que en los precios.
Debe acabarse ya con el libre comercio sin restricciones, que extorsiona a los Estados y a los trabajadores y manipula los precios, e implementar una política abiertamente proteccionista que persiga el bienestar de la nación antes que el lucro de consorcios oscuros. Téngase presente que los países del sudeste asiático, que hoy día crecen a tasas tres y cuatro veces superiores a las de los países occidentales, lo hacen merced a medidas económicas que en el Occidente liberal se considerarían heréticas. Lógicamente ¿por qué esos países deberían elegir un modelo fracasado?
Es necesario desafiar abiertamente a los mercados, si es que los Estados no acuerdan restringir la libertad de movimientos de capitales como fuente de erosión de las conquistas de los Estados-nación, con impuesto disuasorios del tipo de la célebre «tasa Tobin». Un 0.1% de dólar por cada transacción supondría un efecto disuasorio y una vuelta a los circuitos de la economía real de una cantidad ingente de ingresos.
Por último, es necesario que siempre quede muy claro que la existencia del pueblo no puede ser función del orden económico sino que garantizar dicha existencia es condición y presupuesto para que un cierto modelo sea o no aceptado. Es preferible «crecer» menos antes que, por ejemplo, fomentar la invasión del país por extranjeros inasimilables aduciendo razones de tipo macroeconómico o arruinar las condiciones de vida de los trabajadores en aras de una mayor «flexibilización» del mercado de trabajo.
Pero no creemos que la referencia a la inmigración tenga que ser constante; tan sólo es una manifestación más del proceso en el que estamos sumergidos. En realidad el caos ocasionado por la economía moderna puede verse en todos los ámbitos de la vida. Como dijera Creus Vidal, «nuestras ciudades, donde edificios particulares dominan la Catedral (que concreción de los Sobrenatural, debía dominarlo todo), son altamente irracionales y demuestran, con su desorden exterior, el desorden de las almas. Pero es aún más irracional el aspecto exterior de los exponentes característicos de una ciudad moderna. En todas partes, pero sobre todo en las principales plazas, encontramos, no edificios religiosos o sociales (vida sobrenatural y aspectos superiores de la natural) sino grandes establecimientos que ofrecen y muestran, en dorados escaparates, comidas y objetos en medio de una inundación de luz y anuncios ¿Es que en la vida son lo principal los productos del cerdo que se expenden en la charcuterías, los bombones, los zapatos, los relojes, las drogas, los trajes? Así lo creería cualquier habitante de otro planeta que cayese en las plazas y avenidas de las modernas ciudades. Toda la vida moderna consiste en luchar desesperadamente para vivir, trabajar para trabajar, ni siquiera aún para gozar, en medio de una exposición de cosas bonitas que a menudo tienen el carácter de chuchería»(14).
Este mundo-bazar del que nos habla Creus Vidal es el mundo-hormiguero al que conduce una antropología basada solamente en presupuestos de puro lucro material. No es sólo que el género humano haya elegido la vía del error y la estupidez, sino que, mucho más siniestro, un grupo de hombres han escogido conscientemente, como herramienta de dominio, la denigración del ser humano hasta convertir a la inmensa mayoría de sus congéneres en puros y simples consumidores.
Los hombres llamados a revertir esta situación deberán tener, junto al conocimiento técnico necesario, una fe inquebrantable en la capacidad del espíritu para regenerar el caos y devolver a la vida a tantos «consumidores» que no son en realidad más que verdaderos muertos vivientes. Como siempre recordamos, la vida se hace de dentro hacia fuera, y en consecuencia son las almas y los corazones lo primero que hay que conquistar.
José Luis Pardo
Articulo aparecido en la revista Tierra y Pueblo nº 15.
Notas:
1. La Razón, 25 de marzo de 2007, p. 6.
2. Funes Robert M. (1997) La lucha de clases en el siglo XXI. ESIC Editorial, Madrid, p. 65.
3. Streitfel D, «U.S. Labor is in retreat as global forces squeeze pay and benefits», Los Angeles Times, 18.10.2005.
4. Mandel M, Dunham RS, «Can anyone steer this economy?» BussinessWeek, 20.11.2006.
5. García Cuenca E. (2004) Organización Económica Internacional, Pearson D.L., Madrid.
6. Toribio JJ, Inmigración y mercado de trabajo», Expansión, 27.8.2002.
7. Informe sobre inmigración y transformación social en España. Servicio de Estudios Económicos de la fundación BBVA, 3.3.2005.
8. Taillac M., «El dinero de los emigrantes sostiene las economías de América Latina». El País, 31.1.2006.
9. Real Instituto Elcano, Anuario de América Latina 2004-2005, Marcial Pons, Barcelona, 2005.
10. Mosher S. M., «Robbing the Poor: Underpopulation Strikes America», PRI's Weekly Briefing, 3 de marzo del 2000. Vol. 2. No. 5.
11. Rockefeller J. D., Letter to the President and Congress, transmitting the final report of the Commission on Population Growth and the American Future, 27 de marzo de 1972.
12. Kasun J., The War Against Population, San Francisco: Ignatius Press, 1988, pp.163-166
13. Angier N., «Do Races Differ? Not Really, Genes Show», New York Times, August 23. 08. 2000.
14. Creus Vidal L., Paganismo y cristianismo en la economía. Ediciones antisectarios, Burgos, 1937, p. 376.